«TESORO HUMANO DE VIDA»
Buscar semillas tradicionales, es también hallar historias de esfuerzo y lucha por un mejor vivir, de aquellas manos campesinas que construyen una vida ligada a la agricultura. Ya sea en el campo o la ciudad, la tierra llama a quienes la amaron desde su infancia. La siembra, la huerta, el jardín, las hortalizas, las flores, los frutales, todo confluye cuando un espíritu inquieto le busca sin descanso en todo su sendero. La tierra llama, siempre llama cuando se pasa una vida queriéndole alcanzar.
Como tantas otras tardes, vamos en busca del mate y la buena conversación con quien siempre nos recibe entre bromas. Pero esta vez vamos por algo más, queremos conocer su historia, saber como una mujer que vive en medio de la ruidosa ciudad de Temuco, llegó a ser reconocida por su innegable labor en la protección de semillas, como alguien que se ha mantenido en la ciudad, es tan querida y conocida por diversas lamgmien campesinas de la región. Buscamos conocer el camino que transitó la primera Curadora de Semillas reconocida como “Tesoro Humano Vivo” por parte del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes en Chile, el año 2015.
Su infancia, del campo a la ciudad.
Nacida el año 1949 en el sector rural de Lumahue, comuna de Nueva Imperial, Zunilda del Carmen Lepin Henríquez fue la mayor de dos hijos del primer matrimonio de su padre mapuche con una chilena. A temprana edad su madre fallece y su padre busca una nueva pareja cuya relación con ella no fue de las mejores – «Para empezar yo no tuve mamá y papá bien poco. Mi mamá falleció cuando nació mi hermano, yo tenía dos años. Me crié a la munda. Me iba donde mi abuelita materna, pero cuando estaba muchos días con ella mi papá me iba a buscar porque tenía que cuidar los chanchos y buscar leña.» – la vida en el campo comienza a encrudecer, sin madre ni padre que le protegieran, fueron sus abuelas la fuente de afecto en su infancia.
De sus tíos maternos y abuela, fue que aprendió sobre huerta – «El primer recuerdo de huerta que tengo es de mi abuelita, sembrando en la esquina de la chacra en Boroa Alto. Las chacras eran en las lomas, o en los corralones donde se dejaban las ovejas, cuando se rotaba la tierra. Salían los animales, se araba, se sembraba papas y en las esquinas ají o kinwa» – los recuerdos junto a su abuela le emocionan. Mate en mano, comienza a cebar un amarguito para quien no bebe dulce. Es que ella no puede desatender a nadie a su alrededor. Conversar y estar picoteando algo, esa es la costumbre, y continúa narrando – «Mi abuelita materna me iba a buscar, y cuando llegaba mi papá a llevarme, nosotras nos escondíamos en el monte. Pero él se quedaba todo el día sentado esperando y nosotras escondidas, muertas de hambre esperando que se fuera. Al otro día llegaba tempranito y me llevaba. Recuerdo a mis tíos con cariño que siempre me quisieron llevar, pero mi papá nunca me entregó porque no tenía quien le cuidara los chanchos, su mamá me quería harto» –
En los años en que transcurría la infancia de Zuny, el mestizaje entre mapuche y chileno no era bien visto, más aún cuando sus ojos claros llamaban tanto la atención – «Los cabros en el colegio me pisaban los pies, además era chascona, pelo claro y ojos verdes, entonces los otros niños me sacaban un chocho siempre, no sé para qué» –
A sus quince años, Zunilda es enviada al pueblo a trabajar para aportar con su sueldo en casa. A esa misma edad le entregan sus primeros zapatos, iría a Santiago – «¡Imagínese! Yo era tan pava que ni siquiera conocía Imperial. Una tía me regaló zapatos, ella calzaba 36 y yo 34, entonces los zapatos se me doblaban hacia arriba» – Fue la primera vez que salió de casa, nunca antes se había asomado ni al pueblo más cercano. Llega así a un campamento de Santiago, conoce lo que describe como pobreza de ciudad – «Me llevaron y vivían todos amontonados, era desordenado y sucio. Una cosa es la pobreza de campo y otra la de ciudad, eso aprendí. En el campo, hasta el piso de tierra se barre y está limpio, hay árboles y muchos colores. En la ciudad los cabros me robaban la ropa y la vendían.» –
No a mucho andar, conoció a una gringa que le ofreció trabajar como niñera en su casa, lugar donde estuvo cinco años hasta que tuvo que regresar al campamento para cuidar de sus primos menores. Allí conoció a quien fuera el padre de su hija mayor, vivió con él un tiempo, pero la vida en Santiago se tornó compleja y muy dura con una niña pequeña a su cuidado, así que regresa al campo para no andar sufriendo según le dicen. Siempre dócil y acatando las órdenes de otros – «Ya en el sur con mi chiquitita, regresé al campo y comencé a trabajar en Temuco de nana. Tuve que sacar carácter y defender mis hijos. Nunca más volví a Santiago. Después tuve a mi segundo hijo que se enfermó, de eso que llaman aojarse ¡casi se me muere! Buscando quien lo santiguara llegué donde la mamá del Tata, ella no santiguaba pero sabía quién y allá salvaron a mi niño. Después me pedía que lo llevara siempre, que era lindo para jugar. Así conocí al Tata, y ahí me quedé hasta hoy. Pero nunca me vine a vivir con él mientras estaba la suegra. Yo tenía mi casa en el campamento, tenía manos para trabajar. Allá nacieron mis otros dos hijos que tuve con él, yo los crié sola, con mis manos trabajando.» (El Tata es el apodo de cariño que Zuny daba a su esposo de varias décadas quien partió de este mundo este año 2018, Don Celindo Lagos, un experimentado agricultor de vasta y reconocida trayectoria productiva, que alimentó y enseñó a tantos en su chacra ubicada en las faldas del cerro Ñielol, hoy conocido como barrio gastronómico donde también se encuentra el distinguido restaurant Zuny Tradiciones.)
La vida en el campamento.
Hablar de su paso por el campamento de Lanín, es recordar los más lindos momentos de su vida, señala Zunita. – «El campamento fue una experiencia súper linda que tuvimos. Yo he trabajado y he vivido en muchas partes, en el campamento la gente es más humana. Si a alguien le pasaba algo, todos le íbamos a ayudar, nadie se miraba en menos, todo lo compartíamos. En esos años comencé a juntar harta planta, semillas. Teníamos una competencia de quien tenía el jardín más lindo, la huerta más linda, una competencia sana. Vendíamos muchas cosas, hacíamos muchas cosas.» – Sembrar se convirtió en la forma de relacionarse con otros, en la alimentación de sus hijos, en la alegría y belleza que reflejaban sus flores. En la siembra rebrotó en ella la parte bonita que de niña vivió en el campo: tener plantas, compartir sana y solidariamente. Así también es que conoce a quien sería hasta hoy su compañera de cocina en el restaurante, la Irmita – «Queríamos tener una casa. Nos pedían un documento de sueldo. Así que yo trabajé y la Irma me cuidaba los hijos. Luchamos para que nos dieran casa juntas y lo conseguimos. Viví en mi casa unos años. Trabajaba lavando ropa y planchando toda la noche» –
Su huerta fue la forma que encontró para darle frente a la pobreza – «sembrando al aire libre, manteniendo las fechas de siembra. Como había mucha pobreza, sembrábamos las cáscaras de papas. Comíamos las papas y sembrábamos las cáscaras, salían muy bonitas en las camas altas, alrededor poníamos las lechugas, los cilantros. La pobreza en esos tiempos nos llevaba a trabajar más, a sembrar más. Desde que tuve una casa en que vivir me encantaba el huerto, el jardín. Todo lo que yo comía lo producía, si no lo tenía yo, lo tenía la vecina. Siempre lo compartimos.» –
El compartir es sin duda el hecho más destacable que realza su figura como símbolo en el resguardo de semillas, lo sabemos todos quienes hemos conocido su labor, todos hemos recibido alguna vez una semilla, una planta, unos mates, una comida de sus cariñosas manos. Entonces, ¿será que esto de compartir es el alma misma que la convirtió en un referente tan importante? Ella se ríe, su humildad la hace cohibirse – «Yo doy no más, regalo y después vienen y me trae un montón de cosas, mire como tengo los zapallos, así me pasa» – señala mostrando la colección que ha formado en este ciclo de cosecha, sin duda, seguirá aumentando.
Camino al CET
En los años 70, surge la figura del huerto urbano en la vida de Zuny. Un concepto nuevo que vino a ponerle nombre a la labor que realizaba a diario junto a sus vecinas en el campamento – «Ellos llegaron con la idea de los huertos urbanos por el año 74. Acá competían con la Muni. Por ejemplo, había un lugar donde hacíamos los tablones, en el CET lo hacían con curva para que no cayera agua a la calle y venía la Muni y los hacía en punta. Nosotros hacíamos y deshacíamos los trabajos. La Muni nos daba tres mil pesos como pago. El CET no nos daba plata, pero nos llevaba semillas y plantas. Aunque no sé si las semillas eran de las nuevas o las antiguas, yo no sabía de eso, no me acuerdo mucho detalle. Ellos tomaban mate con nosotros y plantábamos» – Al pasar un tiempo, el CET arrienda una parcela y comienzan a invitar a todas las señoras del campamento – «como yo siempre he sido inquieta, poco entendía de lo que hablaban, me ponía a ayudar en la cocina, ahí partí en la cocinería» – labor en la que destaca hace varios años, donde incluso su restaurante ha sido nominado en dos oportunidades como la “Mejor Picá’ de Chile”.
Siempre de la mano, sembrar y cocinar, es algo tan lógico e inseparable en su vida que hasta el día de hoy lo mantiene. Su huerta en casa, sus hierbas medicinales en el acceso de su local. El ir y venir con las caseras de la feria de Temuco, las constantes visitas de ñañas que llegan directamente del campo a dejarle sus productos con los que elabora la comida de cada día, en el restaurante y en casa.
Fue en los tiempos del CET de Temuco, que su espíritu inquieto, su simpatía y constante gusto por compartir a través del huerto que los ojos de los profesionales que le rodeaban le pusieron atención, pues mientras las instalaciones del Centro de Educación y Tecnología iniciaban, ella empezaba a plantar e intercambiar, primero con sus vecinas, luego con las lamgmien que llegaban en las capacitaciones desde las comunidades – «Si faltaba una planta que quería o si me gustaba una de las que tenían mis vecinas en el campamento, se las pedía y después le llevaba cualquier otra a cambio, porque en el CET teníamos un huerto precioso. Después, llegaban grupos de las comunidades y me encontraban lindas las plantas y me pedían un ganchito. ¿qué tiene usted también? Le preguntaba y le decía que de eso me trajera también. Después me decían trafkin, nos empezamos a decir trafkin. Era como decirse ¡hola comadre! Nos decíamos trafkin sólo entre las ñañas y yo, nadie más, no por lo menos del CET. Éramos nosotras las que lo hacíamos. Años después, en el CET empezaron a hacer esos trafkintü de ahora» – Comienza una época ligada a recuperar tradiciones y a la vez una forma de gestar economía solidaria entre los vecinos del campamento, para luego ampliarse hacia las comunidades mapuche aledañas – «por ahí por el 2000 comenzó el trafkintü en comunidad, y con las comunidades de los otros CET y sus comunas. Intercambiábamos más plantas que semillas y muchas flores, hortalizas, con tierra y todo, con maceteros.»
«Cuando iniciaron los intercambios con comunidades se comenzó a cambiar semillas por kilo, pero cuando nos enteramos que los kilos se iban a la olla y no a la huerta, se comenzó a cambiar de más poquito, porque poquito se siembra y de más de medio kilo, se come» –
Hablar de campo y años pasados es traer a la memoria otras tradiciones que han ido cambiando, se han perdido o han ido disminuyendo en frecuencia y cantidad – «Antes se reunía toda la comunidad a trillar, en mingako. Llegaban las carretas, las viejitas a buscar su parte. Los niños no. Es que las montañas de paja eran muy grandes y el polvillo los ahogaba» – Entre tanta nostalgia, aflora un momento que muchos catalogan como los antiguos trafkintü, entre familiares y entre distantes lof – «También se usaba mucho eso de ir a pasear y quedarse un tiempo, de revisar el huerto y llevarse plantas, dejar plantas y cosas también» – Un tiempo de visita que solía ser recíproco, pues muchos abuelos narran los encuentros de varias semanas entre parientes y amigos lejanos, visitándose entre sí de una temporada a otra.
Los nuevos aires del trafkintü avanzan, ese que hoy consta de un programa de actividades que incluyen ceremonias. Un inicio de solidaridad en tiempos difíciles, de pobreza e intentos de vincular el campo y la ciudad, o al menos a los actores necesarios a través de la huerta – «ese trafkintü oficial comenzó por ahí en el 2000 con el CET, después lo empezaron a tomar las instituciones, las organizaciones, las universidades y ahora lo hacen hasta en la Moneda» – suelta su risa y el sonar de la puerta de acceso nos interrumpe. Otro amigo pasa a saludarle.
Parece ilógico pensar que quien es un símbolo de protección y lucha por la defensa de las semillas tradicionales, sea una mujer cuya vida en gran parte ha sido desarrollada en la urbanidad. Distante en lo que hoy los puristas llaman “formación cultural mapuche” y lejana a su tierra de origen, pero es precisamente esa realidad la que fortalece una figura que, como tantos y tantas otras, debió rearmarse como campesina, como mapuche, como mestiza en lo urbano, allí donde no hay tierra suficiente para sembrar: la ciudad. Una historia de desarraigo que cruza a toda una generación que llegó a lo urbano buscando un mejor vivir.
Los años no han pasado en vano en cuanto a biodiversidad se trata, incluso hay estudios que señalan la pérdida del 75% de variedades agrícolas del mundo. No es casual que en los recuerdos de Zuny las variedades en hortalizas, flores y frutas sea mayor – «¡había más de todo! Y lo que había, era sano, rico, con aroma. Hace unos años, cuando los trafkintü lo toman las instituciones como las municipalidades, comienzan a aparecer las semillas pintadas. Ya se notaron demasiado. Antes llegaban las semillas en canastitos, en calcetines, en bolsita, pero nunca en bolsa de nylon, siempre en manga de chomba. Bien ahumadita. La gente de campo cuida la semilla en la cocina, en el ahumado. Los ajos duran todo el año, en su temporada salen los ajos, la cebolla brota igual y ahora no, se desaparecen, se secan como polvo. Arriba se ponía en el encatrado la semilla, en ristras al costado, en saquitos también. El humo tal vez le sella, la protege» –
Las semillas antiguas se han estado perdiendo, no es la única curadora de semillas que lo señala, pero para Zuny las razones incluyen una mirada hacia adentro, culpar sólo a las instituciones es no hacerse responsable de la propia voluntad señala – «la gente está muy cómoda, tiempo no le da para sembrar, para esperar, prefiere comprar. También les regalan las semillas, les dicen que son mejores, que son más rápidas. La gente cambió el tomate, para pelarlo más fácil. En todo caso, esos tomates antiguos no se pelaban, se comían con cáscara. Tampoco era cáscara gruesa, se comían como manzana. Cuando llegaron los nuevos, la cáscara se separaba sola, se notaba. Los tomates se comenzaron a pelar cuando no se podía comer con cáscara, porque es incómoda. Son esos nuevos, todos homogéneos, del mismo porte, pueden estar mucho tiempo en el refrigerador impeques. Los tomates de verdad duran la temporada nomás, lo que tienen que durar. Los tomates de verdad se los comía hasta verdes y son ricos igual, pintaitos, rico ¡con olorcito a tomate!» – Pero el tomate no es el único que ha cambiado, recuerda también el maíz – «ahora dicen que es dulce, es dulce pero desabrido, insípido. El maíz antiguo era dulce, con sabor, se masticaba, ahora es una cuestión cremosa. Los porotos nuevos para verde no tienen olor, ese sabor, por más que le ponga albahaca, ¡hasta la albahaca está mala!» – termina entre nostálgica y molesta.
Sus recuerdos de campo en siembra y de huerto urbano en el campamento, parecen cercanos cuando las semillas son protagonistas, después de todo, al dedicar su tiempo a buscar y resembrar las semillas antiguas que han rodeado su vida, la historia fluye sencilla, entre anécdotas y saberes compartidos. Le pedimos que nos hable más de los tiempos de huerta de su abuela, y su mirada se pierde mientras ceba otro mate dulce que tanto gusta compartir – «Habían tomates bien bonitos, así como en forma de flores, ninguno liso, parecían riñones, rosas, grandotes. Maíz chico también, daban muchos tallos y harta mazorca. Macollaban las bases, hartos choclos. Y los más grandotes de grano amarillo, con los porotos siempre juntos. También salían muchos de esos de colores: negro con amarillo, rojo con amarillo, todo era bien mezclao. A veces en la misma mazorca salían de un solo color. Lo usábamos en cazuela, más para comerlos cocidos.» –
«Estaba esa kinwa blanca, una chiquita muy sabrosa, hasta aromática, le dicen Lepin ahora. Cuando yo era chiquitita había mucha hambre y mi abuelita iba a una laguna allá abajo y la lavaba. Cocía una ollada y uno sacaba un pelotón y se lo comía. Duraba todo el día para matar el hambre en el invierno, no había pan, no había harina. Era más sana, no nos enfermábamos. La sembraban cuando subían las papas en los corralones, cuando la aporcaban y crecían juntas. Las papas las sacaban a medida que se iba comiendo, a mano, ya al final la kinwa estaba lista también y se cosechaba. La kinwa sembrada al voleo, eso es chacra. Ahí también estaban los zapallos, en chacra pero en los muelles, ¿sabe lo que son los muelles?» – Ríe cuando nos sorprende con un concepto nuevo – «Cuando cosechaban el trigo, amontonaban todo lo de la máquina en un lugar, se podría la paja y ahí ponían las semillas de zapallos. Puros zapallos de guarda. Los melones y sandías ni los conocíamos.»
«Nos falta hablar del poroto sabe» – sugiere ya entusiasmada – «Estaba el poroto peca, burro, araucano con agua bien negra; el azufrado bien teñido, eso era lo que más gustaba. Incluso cuando cocían los porotos con el mote para hacer el motemei, el agua del poroto la dejaban aparte para hacerla caldo, se tomaban el agua esa» – Nos detenemos ahí, el poroto sigue siendo uno de los platos tradicionales más potentes y representativos en Chile, el cambio de su semilla tradicional por aquellas nuevas variedades comerciales no sólo ha alterado el campo en su cultivo, también ha modificado enormemente la forma de preparación y los gustos asociados en la alimentación – «El sistema alimenticio cambió, ahora el poroto hincha, antes no, hasta a mí me hacen mal los porotos ahora. Antes se hacían ensaladas con poroto cocido y mote de maíz y se comía así no más. En los nguillatun se hacían cocidos y se compartían en canastos mientras estaban bailando. Al caldo se le echa un poco de ajo, de manteca y se come. De verde se comía el peumo, una vaina larga, se rebanaba y se comía. Muy rico. Ahora el caldo ya no es caldo, ahora todos quieren el caldo blanco» –
La Curadora de Semillas
Visitar huertos hoy, es generalmente encontrarse con tablones rectos y ordenados, llegar a la huerta de muchas ñañas en la región, es encontrar una mixtura rica en formas y colores, con un orden “al natural” – «Los huertos campesinos no son de tablones, son al lote, son desordenados. Porque usted se mete a un bosque hay de todo. Todas las plantas no comen los mismos nutrientes, se necesitan unas a otras, revueltas para vivir y verse bonitas. Cuando llegaron los programas de gobierno aparecieron los tablones, todo ordenado, todo separado, todo parejo» – Una vida de huerta en el espacio que le tocara estar, siempre entre flores y hortalizas como primer cultivo de su presencia ahí, pero ¿cuándo será que desde la siembra salta al resguardo? – «Es que eso es siempre así, pasa que ahora le ponen nombre a todo. Toda la gente que sembraba guardaba semilla, además se hacía cambio en hierba de palabra. Por ejemplo, mi papá iba a buscar trigo a cambio de una siembra que recién estaba creciendo, en verde. Después cosechaba y entregaba lo acordado de palabra, sin ningún papel de intermedio» –
La alimentación era sinónimo de siembra – «Sólo producían para comer y guardar. Se guardaba el trigo en cajones grandes, dentro se metían las frutas, manzanas, peras, membrillos. Las papas se dejaban en granel» – la labor de resguardar semillas no era extraordinaria, era algo lógico, inherente a la agricultura y la alimentación. Para Zuny, incluso los conceptos le son confusos al preguntarle cual de todos ellos tiene mayor relación con su historia – «Protectora, resguardadora quizás, guardadora, custodia, no sé. Con ninguna. PROTECTORA puede ser. “Guardadora” es guarda. “Custodia” es otra cosa que no va con uno, como si estuviera detrás de una reja. “Curadora” es como curandera, como que pongo una semilla y la curo, me gusta más protectora.» –
Y ¿por qué protectora? ¿Qué le hace pensar que puede proteger algo? – «Uno protege lo nuestro porque tiene mucha experiencia con eso. Cuando uno busca en la feria un cilantro, un perejil, llegan a ser hediondos. Los nuestros son olorosos, son ricos, se pueden comer crudos, se pueden comer como sea, hasta sin lavar. En cambio lo de afuera uno no sabe.» – Pero, ¿qué es para usted el arte de proteger, de proteger una semilla? – «Por ejemplo, si yo tomo una planta, hago patillas o se la paso a una señora que la cuide, así sé que la va a tener. A lo mejor ella sabe más cosas de esa planta, si es medicinal por ejemplo. Hay muchas plantas que he tenido y se las pasé a una amiga, porque yo sabía que no las iba a poder cuidar y ella sí.» – ¿El entregar la semilla a otro también es protegerla? – «¡¡De todas maneras!!» – Entonces, para proteger ¿no necesariamente hay que ser un sembrador o un productor? – «No, si usted sabe a quién se lo entrega, la planta siempre va a estar protegida. Hay tantas señoras que quieren tener plantas que uno se las entrega y ellas van repartiendo y así sigue. Es como los huevitos de gallinas que hay que mejorar la raza, van de comunidad en comunidad. Las plantas son lo mismo, también hay que cambiarla de lugar, en un mismo terreno, rotarla. Yo creo que tiene que ver con el suelo, porque si estás en el mismo lugar se tiene que comer todos los nutrientes y hay que alimentar la semilla. La semilla tradicional sale sola, es bonita y aguantan. Pero el mercado la pisotea y desvaloriza, hay que cuidarla.» –
Para terminar Zunita, ¿qué es para usted la Semilla? – «¡¡Vida!!» – responde automáticamente y agrega – «es que sin la semilla ¿qué comemos?» –
La migración campo ciudad, es un ingrediente constante en la vida de muchos de los agricultores que vamos conociendo. Lejanos a su tierra de origen, desarraigados de su cultura indígena hay muchos, trabajando en labores de esfuerzo en las grandes ciudades para ayudar a sus familias que quedaron en el campo. Pero también hay otros que permanecieron en sus tierras, unos manteniendo semillas y protegiéndolas junto a sus tradiciones y saberes heredados, otros que decidieron cambiar su forma de agricultura por un modelo que se suponía era más rentable.
Y están aquellos espíritus como Zunilda Lepin, esos que se rearman como campesinos urbanos, con huertas en cada espacio que transitan. Siguiendo el camino de la vida, pero construyéndole y torciendo el camino para cumplir sus sueños. Porque una mujer que salió sola a buscar la vida en la ciudad, sin más tierra que la de sus zapatos como suele decir, hoy se acerca a su sueño de sembrar en el campo, en tierra propia con su propio esfuerzo, manteniendo lo más preciado que tantos otros dejaron de lado: sus semillas antiguas, esas que le dan sabor a sus comidas, esas que le unen con entrañables ñañas por diversos territorios, esas semillas que han contado su historia.
Relatora: Claudia Mellado Ñancupil
Equipo Biodiversidad Alimentaria