HORTENSIA LEMUS ESPINOZA

17 julio, 2020

«LA CUIDADORA DE SEMILLAS»

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Tatara, Provincia de Huasco, 2009. El primer encuentro

 

En el marco de un proyecto FIA con horticultores de la Provincia de Huasco, me toca visitar la localidad de Tatara, ubicada en la comuna de Freirina. Me contextualizan los colegas de ese entonces, y me hablan de personas esforzadas, luchadoras, pequeños hortaliceros y pequeños ganaderos de cabras que hacen patria en un paisaje pedregoso, ventoso y seco. La mujer a visitar, Hortensia Lemus, es diaguita, pequeña agricultora, con un liderazgo ya reconocido y destacado en esos años en los medios comunitarios e institucionales; el propósito, ayudarla a producir en el desierto y en realidad, “hacer lo que se pueda”.

 

Llego entonces muy motivado al lugar, nos hemos cruzado en alguna reunión. La miro y me sonríe con esa sonrisa tan transparente y honesta que no puede forzar hasta hoy, nos abrazamos, y jamás pensamos que nacía una amistad a toda prueba, capaz de vencer al tiempo, al sistema y al egoísmo tan propio de nuestra sociedad, una amistad que no ha podido ser quebrantada por nadie y que solo un Creador cómplice ha mantenido por el bien de nuestras semillas. Ya comprenderán por qué.

 

El paisaje era un poco más complejo de lo que me advirtieron, el viento inquieto parecía golpear insistente hacia el norte, hacia el sur, en todas direcciones. Analizamos una calicata donde veíamos que cada horizonte del suelo parecía ser una capa de piedras, de distinto tamaño, una puesta sobre la otra, sumado a las sales y rematando, la falta de agua, lo cual hacía ver el panorama un tanto desolador. Yo trataba de que mis expresiones no fuesen tan funestas, la verdad el pronóstico era de esos que uno prefiere omitir. Si fuese una empresaria agrícola sería tema de invertir en sustratos, invernaderos de fierro galvanizado, un buen estanque, comprar unas cuantas acciones de agua y listo. Pero la realidad del pequeño agricultor es otra, tenía entonces que dar mis apreciaciones técnicas, que evidentemente no serían “compre esto y échele de esto y de esto otro”, el estudio universitario es solo una pequeña parte de un conocimiento mucho mayor que permite al mundo existir y girar. Preferí entonces omitir mi pronóstico técnico, pues su esperanza y motivación me lo impidieron. -«Habrá que intentarlo -le dije- sería bueno comenzar con cultivos bajos, de hojas, como acelgas, lechugas, cilantros, etc». Ella alegre me responde – «Comenzaré entonces«.

 

Pasaron desde aquel día unas semanas y decidí visitarla nuevamente. Llego a su hogar, me recibe como siempre con esa luminosa sonrisa en el rostro, y sin mediar conversaciones me dice: «Mire lo que estoy haciendo». Ahí estaba con su hijita Magdalena, que la acompañaría en todas, y su nieta Karin, junto a las almacigueras listas para sembrar lechugas, las tres felices y esperanzadas. «Sembraremos unas lechugas» – me dice. Sin pensarlo le respondo- «¿Les ayudo?»«¡Claro!» – me dice feliz. Y ahí nos quedamos juntos los cuatro cambiando al mundo.

 

Sin saberlo, una siembra lleva a otra y a otra; las semillas sellaban una amistad invencible, y la convertían en cómplice de un trabajo que no se detiene hasta hoy y del cual esta maravillosa mujer sería la principal protagonista. Y bueno, si es que alguno de ustedes se pregunta por las lechugas que sembramos, luego de trasplantarlas se murieron todas; luego sembramos habas, que emergieron todas pero no  prosperó ninguna, pero eso no nos detendría, porque la agricultura es para los insistentes más que para los brillantes, es para los porfiados como dicen los campesinos. Seguimos entonces insistiendo, mejorando el suelo en pequeñas superficies y comenzamos a usar otro tipo de semillas, unas ignoradas en ese entonces, las llamadas semillas antiguas o tradicionales, las reemplazadas, y así fue cambiando esta historia, entre sequías, resiembras, errores y aciertos, desilusiones y alegrías, como lo es la vida misma.

 

Yo iba entonces comprendiendo algo de todo esto; Hortensia era de esos bellos e irremplazables seres que no se rinden, Hortensia es de las imprescindibles, seguramente por eso las semillas la escogieron para ser su protectora, su cuidadora, ella no deja a ninguna atrás, ella las disfruta a todas, cada una parece tener una gracia particular para ella, y cuando aparece una nueva, cual niña inquieta, se emociona y la agradece a su Creador y a pesar de que la elección de tomar este camino maravilloso de recuperación de semillas le significó perder casi todos los apoyos institucionales, y le sumó un puñado de críticos flojos y egoístas, de esos que siempre critican todo como si fuesen referentes o ejemplos de algo, ella no detuvo su andar y logró convocar a la mayoría de los pequeños agricultores de la Provincia a acompañarla en este inexplorado camino y lo hicieron, se sumaron apoyando y hoy muchos de ellos son cuidadores de semillas tradicionales haciendo que muchas semillas que eran absolutamente desconocidas hoy estén recuperándose en los campos, en las mesas y en la historia.

 

Así Hortensia, “Tenchita” para quienes la queremos, se convirtió en la primera administradora de un semillero comunitario funcional, donde se recibe a todas aquellas personas de pueblos originarios y campesinos que consciente y responsablemente quieran hacerse parte de esta bella y urgente obra, no en un acto de “llegar y llevar”, sino más bien en uno que dice “recuperar y cuidar”, sólo apto para gente honesta y responsable.

 

 

Conociendo a Hortensia

 

Hortensia Lemus Espinoza es diaguita, nació en El Salvador, región de Atacama, es la menor de 6 hermanos. Su madre y abuela eran agricultoras huascoaltinas en la localidad de Los Tambos, y sembraban porotos en la famosa quebrada de Colpe del valle del Tránsito, lugar antiguamente reconocido como uno de los centros de producción de porotos de la Provincia, por su clima benigno, entre pedregosas quebradas. Los porotos eran sembrados a pitón, antigua técnica que consistía en solo remover el espacio donde se sembrarían entre 3 a 5 semillas, dejando un buen espacio entre unos y otros para su desarrollo; la producción podía llegar a ser hasta 100 por uno, sin embargo, muchas de esas variedades desaparecieron con el tiempo, aunque la propia Hortensia, sería protagonista en cambiar esta situación.

 

«Mi abuelo era el celador del canal y de la Laguna grande, a él se la heredó mi bisabuelo Elarion Espinoza, y luego se la heredó a mi tío Julio. Sembraban porotos burros, hallados, gansos y varios otros de los que hemos recuperado, hacían huesillos de los almendrucos (duraznos de segunda floración, que son más pequeños y generalmente nacen de los duraznos blanquillos, típicos hasta hoy de la parte interior del Valle del Huasco). Mi abuela era hiladora y tejedora, hacía camas completas, hasta de dos plazas, la lana la teñía usando puros montes (Hierbas y arbustos que crecen en los cerros). Mi padre era agricultor de Canela, en la región de Coquimbo, de un sector llamado Carquindaño, proveniente de una familia de agricultores y cabreros, sembraban mucho comino en esos años y diversas hortalizas». Nos cuenta todo con un dejo de nostalgia, volver el tiempo atrás siempre resulta en una mezcla de emociones. Continúa entonces luego de algunos suspiros:

 

«Descubrí la historia de mi papá hace poco, conocí a mis nuevos hermanos; resulta que mi papá era payador, folclorista y cantautor, era muy parrandero, siempre andaba payando con su hermano, los invitaban a todas las fiestas, en especial a las famosas rifas del chancho, eran como ramadas donde hacían además trillas de trigo, siempre andaba cantando en esas. Luego de unos años se vino al norte, a Atacama, no había pega en su pueblo, acá siguió igual de mujeriego, y en esas vueltas conoció a mi mamá, consiguió pega en El salvador y se fueron a vivir ahí, entonces nací yo, le fue bien en minería en Codelco, mientras mi mamá era dueña de casa, pero no se quedaba quieta, hacía empanadas y pan para vender, luego vuelven a Vallenar y al poco tiempo se van a Diego de Almagro donde mi papá encuentra trabajo como pirquinero, hasta que muere de un infarto a los 40 años». El gesto de resignación es evidente, realmente se es joven a los 40. Vuelve a suspirar, se contiene, y continúa su relato:

 

«Mi mamá luego de eso vuelve sola a Vallenar con nosotros, eso es lo que más recuerdo. Por mi parte, desde joven me dediqué a la peluquería, llegué a tener una academia, hasta que tuve un accidente, se me cortaron todos los tendones, entonces no pude seguir ejerciendo, perdí mi trabajo, decidí irme luego a Copiapó donde mi hermano que tenía invernaderos, me quedé a cargo de la producción, trabajé mucho en eso, en producción de tomates. Gané buen sueldo, mi hermano ganó mucha plata, en esos años la producción de tomate en la región de Atacama estaba en su esplendor, se mandaba mucho para el sur. Me tocaba cuidar los invernaderos de las heladas durante el invierno, hacía chonchones de madrugada para alejar la helada, vendí todos los tomates, pero ese trabajo duró solo una temporada, ya que puse un negocio con un amigo a medias, nos fue muy bien, ganamos harta plata, pero yo no la vi mucho, no me quedaba nada». Interrumpo entonces con un rostro de incógnita notorio y pregunto – «¿Cómo es eso de que ganó harta plata pero no la vio, se la robaron, la estafaron?» Entonces me mira con esa dulce y materna paciencia y continúa entre sonrisas:

 

«O sea gané, pero la gasté toda en cuidar y apoyar a 13 niños que vivían como huérfanos». -«¿Cómo dijo?» – pregunté con asombro, como poniendo pausa a un disco –«Detálleme eso por favor, suena realmente interesante».

 

«Eran niños con familias disfuncionales que vivían bajo el puente. Para mí eran mis niños, esos que me vienen a ver ahora; en ellos gasté todos mis ahorros y fui muy feliz en eso, nunca se me ocurrió juntar plata. Les daba comida, les compraba ropa, todos los niños del río llegaban allá, la gente se molestaba, me decían que me robarían, pero nunca me hicieron algo, es más, me protegían, yo con esfuerzo les cortaba el pelo, los arreglaba, mi hija Nicol (la del medio) era su líder, se juntaba y crecía con ellos, mi socio en este trabajo era el abogado de los pobres, juntos los ayudábamos. Él murió, hoy está en el cielo, esa es toda una historia que recuerdo con mucho amor. Estaba con ellos todo el día, desde las 7:30 de la mañana, dejaba a mi hija en su escuela, me iba con los niños y a las 5 volvía a mi casa, eso fue por varios años». Realmente ver la felicidad con la que narra esta parte de su historia es conmovedora, sus ojos se cristalizan como agolpando innumerables recuerdos llenos de dicha, satisfacción y a la vez nostalgia, como agradeciendo por ello, más que esperando algún reconocimiento, continúa entonces:

 

«En ese tiempo me dediqué completamente a la agricultura, producía más de 200 cajones de tomate, en otra huerta producía acelga y betarraga, vendía quesos, carne de pollo, de vacuno, todo lo producíamos nosotros, sin embargo, llegó la hora de volver con mi esposo a Vallenar, en busca de mi tierra reverdeciente con un río» – se le escapa entonces una carcajada – «nunca la encontré: solo encontré desierto, y aquí estoy en mi cerro, donde nuevamente comienza todo de cero».

 

Es bueno hacer una importante salvedad respecto al “cerro desértico” de Hortensia, y es que como casi toda la región de Atacama, ocultan bajo su suelo, millones de semillas, que cada ciertos años, cuando las precipitaciones lo permiten, emergen llenando de flores y tiñendo de colores todo alrededor, en un fenómeno sin igual conocido como “desierto florido”. Ahí mismo bajo los pies de Hortensia emergen cebollines, alstroemerias, patas de guanaco, malvillas, azulillos, rositas y una que otra añañuca, los que Hortensia cuida con recelo combinando su desierto florido con su huerta y frutales. Continúa entonces:

 

«Para mí las semillas lo son todo, su importancia es incalculable, me apasiona lo que hago, la semilla no tiene precio, tenerla y devolverla a los campos, a la gente, es impagable, cuando vino una autoridad le di porotos Tongo, la señora emocionada decía que le recordaban a su abuela».

 

«En Copiapó solo plantaba y vendía, pero cuando llegué a Tatara, costó tanto que se dieran los cultivos en este suelo, ni melones, ni lechugas, ni habas, aún lo recuerdo, costó tanto, pero es ahí cuando una le da importancia a las cosas, cuando cuestan, a este invernadero le tiré 200 sacos de guano, buscando formar suelo». Su cara de cansancio de solo recordarlo, mezclado con esperanza, terminan en una risa de satisfacción que uno mismo disfruta.

 

«Cuando comenzamos a trabajar con ustedes y empezamos a viajar en la Provincia, conocimos agricultores de desierto, casi sin agua, visitamos a esas familias tan lejanas, tan sufridas, con tan pocos recursos, a don Carlitos que hace maravillas con las semillas y no tiene ni tierra, eso me hizo reflexionar, valorizar, eso me motiva, me convence de que lo que hacemos realmente vale, cuando hay más esfuerzo y sacrificio le damos más valor a las cosas».

 

«Si no creyese en lo que hacemos, algo que también he aprendido de ustedes, no lo haría, tengo mi personalidad, ustedes lo saben, yo digo sí o no, yo en esto creo y en esto seguiré creyendo, hasta que me muera, yo creo que este es el camino que tenemos que seguir, esto es lo que tenemos que cuidar, conservar y heredar, si queremos que el mundo cambie un poquito, nosotros que somos los administradores de todos estos recursos que Dios nos dio, tenemos que hacerlo. A muchos no les importa perder las semillas o el agua, pero si nosotros podemos entender su importancia, es nuestro deber. Eso es lo que creo, eso es lo que siento».

 

«Decir la verdad molesta, siempre digo las cosas como son, el tema es decir la verdad, hacer lo que me gusta, ese es el camino, siempre con la verdad, porque estoy convencida de esto, esta tierra ha crecido, sé que falta mucho pero sigo en esto, a pesar de que las fuerzas físicas no me dan, eso me da impotencia, pero no me quedo ahí, jamás diré no puedo, siempre habrá una forma, solo hay que encontrar la manera».

 

«¿Cómo se hace para que las cosas funcionen, para hacer un trabajo en equipo que beneficie a todos?» – le consultamos admirados como cada vez que la escuchamos.

 

«Para que las cosas funcionen en los equipos y los proyectos, hay algo fundamental: la lealtad. Cuando unos son leales con los otros, eso hace mover las cosas. Podemos tener distintos puntos de vista, pero nos une una creencia, un ideal, proteger nuestras semillas. No sirve andar cuestionándolo todo, es importante aportar de manera real, recuperándolas, sembrándolas, compartiéndolas, que tú creas en mí y yo en ti, esto hace la sinergia que permite este trabajo de recuperación y que nos mantengamos firmes y no nos doblen. Por eso a pesar de estar más separados de ustedes ahora, territorialmente hablando, mantenemos nuestro trabajo, porque creemos en lo que hacemos, es por eso que el creer y la lealtad, son las cosas que nos permiten seguir con este hermoso trabajo». Nos responde con una convicción que cualquiera quisiera, seguimos entonces haciéndole preguntas que otros nos han trasmitido.

 

 

 

«Usted actualmente es la administradora del primer Semillero Comunitario funcional en Chile de las comunidades indígenas y campesinas, que ya lleva casi 4 años resguardando y compartiendo semillas con cientos de personas, ¿qué significa resguardar más de 900 variedades de semillas?»

 

«No me diga eso, escucho ladrar perros y me preocupo» – ríe nerviosa – «Es una gran responsabilidad, aunque eso no es mío, ni tuyo, ni de nadie, y a la vez de todos, y eso es algo que a la gente le cuesta comprender, se apropian de las cosas, la semilla tiene que correr, circular, es de todos, está ahí por el momento, sale, vuelve y así tiene que ser, porque la vida es así, es ilógico que yo escondiese la semilla para que nadie se la lleve, no es así, lo pueden decir cientos de personas que han llevado semillas. En todo caso la gente también debiese darse el trabajo de buscar semillas, no sólo pedir, así ayudaríamos todos en este trabajo, entonces es una doble responsabilidad para mí, por la semilla misma y por las personas, y lamentablemente poca gente entiende eso. Cuando llega el momento de comprometerse seriamente, cuesta encontrar personas dispuestas, pero cada vez esto va creciendo, esto es algo nuevo para todos, un crecimiento colectivo, igual hay gente maravillosa que lo comprende y ofrecen ayudar, otras lo agradecen».

 

«Le toca ser la primera en experimentarlo, eso ayudará a muchos otros» – le comentamos seguros  y preguntamos – «¿Qué semillas le han dado mejores resultados?».

 

 

«Para mí las más especiales son las habas, los tomates y las arvejas, porque se han dado hermosas en mi terreno, pero son todas las semillas tradicionales importantes para mí, también pongo porotos, camotes y pepinos de fruta, tengo frutales también, higuera grande, durazno abollado y blanquillo, guayabos, naranjos y limones, entre otros, todas las comparto, me encanta compartir, eso ustedes lo saben bien, mi casa suele estar con gente, antes puse frutales comerciales de esos que se venden y no prosperaron en mi terreno, menos sin agua, pero los frutales tradicionales crecen y se adaptan, ya he cosechado mis primeros duraznos, los cítricos siguen creciendo, como son de semillas no injertados, demoran, pero luego producen 100 años sin problema, eso hemos visto en el valle. Los guayabos vienen hermosos y también mis parras e higueras. Los camotes los puse con harta fe y ya los he comido, el pepino de fruta carga y carga, eso me hace profundamente feliz, luego de tantos intentos, veo que mi trabajo da resultados» Nos responde con la cara llena de dicha, como si fuese el más deseado de los tesoros, y como no iba a ser así, luego de tantos intentos, sudor y lágrimas.

 

«¿Cómo puede ser tan importante mantener estas semillas sin ganar dinero a cambio? Le preguntamos en un contexto en el que gran cantidad de personas piensan que todo se hace por algo solo monetario».

 

«Aunque no la venda puedo compartirla, alguien la necesitará, no debiese ser un negocio como cualquier cosa, la tierra, el agua y la semilla, son la trinidad de la vida, sin ellas no tendríamos sustento, ni razón de ser, pero sería bueno también que los que puedan apoyar o aportar a este trabajo lo hagan, porque realmente con recursos esto podría crecer mucho más y podría mantenerse y replicarse». Quedamos maravillados con esas respuestas tan espontáneas, nos fascinó eso de “la trilogía de la vida”; que palabras más certeras, más llenas de lógica y corazón a la vez.

 

«¿Qué diferencias ha visto entre las semillas comerciales que usaba hace años atrás y las semillas tradicionales?»

 

«Cuando recién empecé, mi suegra me regaló semillas que venían en un tarro que habían comprado: nunca nos salió, ninguna semilla salió. Me decía a mí misma ¡pero si son nuevas según la etiqueta!, pero la semilla tradicional tiene vida, es única, por sí sola muta, cambia. A mí me ha maravillado eso de los porotos, que de uno salga otro y otro, de otro color, de otra forma, esa es la esencia de la vida, que un color se transforme en otro, es maravilloso que te sorprenda así, es como si te hiciera un regalo, esas son las cosas que me apasionan, como la naturaleza cambia, como el tomate tenca que era tan chiquitito, como cuando ustedes lo encontraron en la quebrada y ahora con una mejor tierrita, míralo, el niño creció y eso me sorprende, porque aunque el tomate tenca sigue siendo el mismo, a una planta le dio por tener frutos más grandes, o de otro color, así de sencillo, imagínate, tanto tiempo que buscamos el tomate tenca amarillo y este año apareció solo en mi huerta, en ese compost que me dieron, ¿cómo se explica eso?, son milagros que solo ocurren con las variedades tradicionales, las otras no, porque son todas iguales. Una familiar que viajó a Canadá me contaba que en los supermercados había zanahorias todas iguales, sin sabor ni olor, y que todo era así. Lo encuentro terrible, comer tanto químico, pero acá no, acá pura agüita y guano, la semilla se alegra y luego te alegra a ti. Manuel mi esposo, al principio estaba re desilusionado, y desde que estamos con la semilla tradicional ha producido de todo, habas, arvejas, porotos, maíces, anda feliz, preocupado de preparar el suelo para volver a sembrar, esa es la magia de la semilla, cuando quiere darte, te da, es única, es maravilloso todo lo que se va aprendiendo con ellas.» – respira entonces y continúa inmediatamente:

 

«Pero también tenemos que cuidarlas, y para eso se debe ser responsables, sembrarlas, para eso se llevan del Semillero comunitario. Otras personas son mezquinas con las semillas, como el secreto de la abuelita que uno no puede dar, pero luego uno se muere y se lleva el secreto y ahí queda todo, nadie más lo replica, nadie más lo aprovecha, el éxito en este caso es compartirla, intercambiarla por otra, así, más lo conocen, así es la semilla. El año pasado me quedé sin nada, regalé todas las habas moradas, pero hoy puedo irlas a buscar a otros campos, ese es el secreto, sembrarla, compartirla, esa es la clave para que la semilla pueda circular y seguir con vida. La semilla, entre otras causas, desaparece por nuestro egoísmo, una verdadera cuidadora de semillas sabe que compartir es algo fundamental».

 

Hortensita es madre de 3 hijas, la menor de ellas, Magdalena, desde aquellos primeros almácigos hace ya 11 años atrás cuando era una bebita, ha seguido sus pasos, ayudándola en las siembras, acompañándola a cuánta actividad hay, actualmente también es la fotógrafa oficial de la huerta, los animales y de todos los procesos que se viven en su hogar, es en ella en quien afirma sus sueños de la continuidad de su labor, como una herencia que ella deja y debe seguir transmitiendo su compañera de ruta a próximas generaciones.

 

El año 2016 se inaugura el primer Semillero Comunitario de Chile, con un protocolo de uso, con visitas constantes, con un flujo de semillas activo, se inició con unas pocas semillas, que ahora bordean las 1.000 variedades. La administradora escogida por el equipo que recolectó, caracterizó y multiplicó estas variedades junto a los destacados agricultores Carlos Castillo y Ricardo Rivera, no podía ser otra, solo ella tendría la capacidad, el liderazgo y la bondad de mantener dicha riqueza, protegerla y compartirla. No había referencias, no había a quien pedir consejos, el peso y la dimensión del desafío se iría comprendiendo sobre la marcha, a varios años ya de aquel crucial momento, Hortensia nos comparte sus sueños y lo que ha significado esto.

 

«Mi sueño es tener un semillero que cumpla con todo, con la temperatura y humedad indicadas, tener algo fijo, estable, de un material resistente, así, aunque no estemos nosotros, ellas estén protegidas para que sirvan para las próximas generaciones. Ojalá pudiéramos cumplir eso, sería lo ideal. Por lo demás, para mí, pese a toda la oposición, la desilusión y poco apoyo de quienes una lo esperaría, ha sido una experiencia maravillosa. Sin embargo, sólo soy como una ayuda para que esto funcione, es  una hermosa bendición, pero a la vez una enorme responsabilidad, no me siento especial, al contrario, soy una aprendiz, soy parte de un equipo que, con mucho esfuerzo, incomprensión, lucha, y también muchas satisfacciones y bellos momentos, ha conseguido esto que se va perfeccionando, no hemos tenido de quien aprender este proceso porque no existe algo así. Mucha gente lo reconoce y lo agradece, otros pocos lo comprenden y buscan como ayudar, hemos formado un hermoso equipo de trabajo, en el que todos sembramos y recuperamos nuestras semillas. También, como siempre, existe ese puñado de personas que en vez de ayudar solo gastan su tiempo criticando lo que otros hacen, cada vez que alguien levanta un ideal, uno encuentra de todo en el camino, pero ya uno sabe reconocer a cada quien, los que avanzan comprendiendo lo urgente de recuperar y conservar nuestras semillas por el bien de todos, y esos que siempre tiran piedras a todo, pero por sus frutos se reconocen. Estamos recuperando un patrimonio que antes estaba perdiéndose, desapareciendo, y no lo hacemos solo para nosotros, sino para todos, si alguien no es capaz de ver eso, realmente está ciego».

 

«Entonces, si estamos luchando para que esto sea de todos, aquí los localismos no sirven, intentar poner banderas a un trabajo de tantos, es mal entenderlo, esto no es de un grupo, de una comuna, de una región, acá hay semillas de todo el país, de muchos pueblos, de muchos campesinos, para quienes tienen la consciencia de lo importante que es su recuperación y conservación. Tenemos derechos como en todo, pero también tenemos deberes, este es el principio de nuestro semillero, que tiene la finalidad de compartir semillas con pueblos originarios y campesinos y ha sido un trabajo independiente de mucho esfuerzo que ha llegado a muchos lugares del país, mucha gente ha llevado semillas, pero los importantes son aquellos que vuelven, que traen de su cosecha para compartir y se llevan nuevas semillas en un círculo maravilloso del 1X2. Antiguamente la gente del interior del valle se daba semillas, se prestaba, y se daba a maquila también, uno pasaba la semilla y el otro sembraba y le compartía al que le dio la semilla, ese es nuestro principio de trabajo, lógico que no es para flojos, ni para pillines, es para quienes comprenden la importancia de sembrar y la responsabilidad que esto conlleva, muchas de ellas las recuperamos y hoy vuelven al campo y a nuestra comida. Eso es la semilla: Vida.«

 

Hortensia desde el año 2016, en que se inaugura el semillero, ha sido su administradora, mostrando un liderazgo incomparable, y como todos, con sus defectos y virtudes, ha sido capaz de mantener el semillero, protegiéndolo constantemente de intereses privados y personalistas. Ha gestionado de forma completamente independiente, junto a su equipo, la básica estructura que hoy cobija nuestras semillas, sin embargo hoy el semillero tiene la dicha y el honor de declararse absolutamente independiente de instituciones, empresas u otras organizaciones de cualquier tipo no por orgullo, sino más bien por seguridad e independencia de cualquier tipo de tendencia o influencia que pueda poner los intereses del semillero, con su indispensable y urgente misión, a merced de algún interés que no corresponda a los principios de trabajo que hoy le mantienen vigente y son parte de su identidad. Son miles los sobres con semillas que salen cada año del semillero y se van a distintos sectores del país, son varias las visitas que se reciben para conocer la experiencia, sin embargo, también se necesitan muchas mejoras y materiales para conservar, necesitando lógicamente de ingresos que son muy difíciles de conseguir, porque muchas veces estos conllevan compromisos que no cumplen con nuestro protocolo de independencia. El tiempo ha permitido ir dimensionando los alcances y los resultados de este trabajo y sin duda alguna continuará haciéndolo. Biodiversidad Alimentaria, con sus escasos recursos, mantiene este semillero activo, porque haya o no recursos, la semilla se debe mantener, por Hortensia y por las cientos de familias que han mejorado su calidad de vida y su alimentación con este trabajo que ha sido expuesto y admirado en diversas instancias internacionales. Pero como dicen, nadie es profeta en su propia tierra.

 

 

Relator: Esteban Órdenes Abarca
Equipo Biodiversidad Alimentaria

 

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INGRID MARIPIL MARIPIL

9 enero, 2019

«LA INEXTINGUIBLE SEMILLA MAPUCHE»

 

mamaEl frío ronda allá afuera, las aves anuncian que el sol ha comenzado a asomarse, a través de la ventana se ve a “la mama” ya con el fogón encendido. Está amaneciendo, la postal del chachay Antü entre las montañas del Alto Biobío es imperdible ¡cuánta belleza puede atesorar un lugar! sin duda, el tüwün de la lamgmien Ingrid tiene toda esa magia que nos ha relatado, allá donde se pose nuestra mirada: solo bosque nativo, montañas y el cielo. El sonido de una trutruca nos trae de vuelta, es uno de los pichiche que saluda a los püllü y ancestros antes de disponernos a desayunar.

 

Ingrid, mujer Pewenche de siembras cordilleranas, hoy construye su legado lejos de la presencia física de su mama, pero cada especie que habita en su huerta ha venido con la sabiduría de aquella noble anciana, su presencia aquí es inevitable.

 

Nacida en Cauñicú, en el Alto Biobío, el arraigo hacia su territorio es innato. Cuando oímos sobre su nacimiento: las contracciones llegaron repentinas – “y mi abuela alcanzó a colocar un cuero para que yo naciera, venía parada, nací de pie en mi territorio. Mi placenta la enterraron ahí en la ruka, por eso mi arraigo” – fue el verano de 1984. Tiempos en los que su familia ya gestaba el liderazgo de su abuela, o la mama, como cariñosamente la familia se refiere a quien marca la vida de cada uno de ellos.

 

La vida laboral, hace que la madre biológica de Ingrid salga al pueblo y sea la mama quien se haga cargo de su crianza en los primeros años. “A los tres años salí, la relación desde ahí fue los fines de semana y las vacaciones. Ya de grande fue el internado. Estuve un año viviendo en Hualqui donde una familia amiga, fue el choque cultural de mi vida a los 13 años. Después me fui a Los Ángeles y allí terminé mi enseñanza media, estaba en un hogar de monjas.”

 

 

La huerta en el Alto

 

Ingrid Maripil“Mi mama siempre hizo huerta, teníamos una al lado de la casa, era donde tenía las verduras que usábamos todos los días, y el lawen. Creo que era para tenerlo cerca y usarlo de noche por si nos enfermábamos. A esa huerta nosotros acarreábamos el agua en balde, desde la vertiente a unos 300 metros. En la otra huerta, siempre conseguía mi mama gente que le fuera a arar la tierra con bueyes. Casi siempre iba mi tío abuelo materno, él vivía cerca de la casa, aprovechábamos y él nos daba más de una vuelta para jugar sobre el arado.”

 

Desde niña la siembra ha estado en su camino, entre jugar e imitar a su abuela, fue aprendiendo las labores cotidianas haciéndose cargo de espacios pequeños, de trasplantes, pequeños tablones y del riego, sus recuerdos son buenos aliados para evocar saberes y también sabores. La alimentación es fiel reflejo de lo sembrado: “había kinwilla en la sopa, las hojas sobre todo. Yuyo se salía a buscar en los rastrojos. Estaba el awar, las cafecitas más chicas, arvejas también, de capi pequeñito pero llenador, el que llaman vuelta el año estuvo desde siempre en la casa, en las sopas de invierno o acompañando a las legumbres. Juntábamos poroto también, el pallar siempre estuvo. Muchas de las verduras eran estacionarias, y cuando había comíamos en abundancia.

 

Había que complementar, por ejemplo en el invierno salíamos a buscar changle, digüeñe, y otros hongos. Tenía que ver con lo que en la naturaleza estaba pasando. Para el tiempo de los pescados, podíamos ir al río a sacar nuestro alimento. Hacías un pozón, sacabas el pescado que necesitabas y te ibas, aunque estuviera lleno, solo lo que necesitaras. En general con la huerta era lo mismo, lo que necesitábamos para el grupo familiar era suficiente“

 

También está aquella especie que tanto caracteriza al pewenche, los piñones o pewen. “Yo creo que es parte de la sangre que corre en uno. Si la sangre del pewenche no tiene piñón, le falta algo. Es esencial, si uno no come piñones, se enferma más o no está en equilibrio. Es parte de la espiritualidad, de la alimentación, porque uno consume energía para darte energía. La alimentación es eso, cuando uno consume algo, no sólo es alimento también es historia, sus momentos que traen recuerdos”. La importancia del piñón o pewen es indiscutible.

 

 

De las veranadas pewenche a la huerta nagche.

 

Ingrid Maripil“Los Pewenche les dan un descanso a la tierra, a la vegetación, al agua, al espacio donde uno vive en el invierno. Para eso uno va más arriba de la cordillera a estacionarse un tiempo, a que los animales consuman alimentos de ese espacio que está renovado, que estuvo bajo la nieve, que tiene más agua. Y uno también va, se va con media casa al hombro y allá se desconecta. Allá igual hay construcción de ruka, igual hay cosas necesarias para cobijarse del frío”. Es la veranada, tiempo de conexión con la tierra, con la montaña y el pewenentü, ciclo que Ingrid vivió hasta los 19 años, luego vino la universidad y con ello trabajar para estudiar.

 

Ingrid es hablante del mapudungun como pocas jóvenes, lo ha aprendido de su abuela y ha procurado mantenerlo vivo en la cotidianeidad que transita por lo urbano. “Mi mama nos inculcó todo. Nos decía que ser mapuche era tener nuestra propia cosmovisión, nuestra propia lengua, era la única vía para comunicarnos, y para comunicarnos primero con ella y también con la espiritualidad. Ella me dice que un lawen no habla en wingkazungun, ¿cómo te va a entender? tiene que ser en mapudungun. Todo lo fui guardando, yo creo que mi püllü lo fue guardando, me acerqué a organizaciones donde había hablantes, allá en los Txawün estábamos con Jaime, acompañando en los Txafkintü, allá donde estén las ñañas. Siempre he buscado tener amistad con personas adultas, con papay, por medio de ellas voy a aprender.”

 

Así, en el transitar de sus estudios llega a Mawidache, tierra donde hoy vive junto a su compañero Jaime, y sus tres hijos: Pegeylifwenu (10 años), Kewpükura (6 años) y Aleliwen (6 meses) “tuvimos nuestra casa y altiro empecé a hacer huerta, partí trayendo las semillas de la mama, incluso creo que imité su huerta, absolutamente inconsciente. Era lo que conocía, lo que manejaba bien en lawen y comida.”

 

Llegar a un territorio donde las semillas ya han sido desplazadas por aquellas variedades comerciales, no fue una tentación para Ingrid, el valor de la semilla antigua, esa tradicional que heredó de su abuela, siempre lo tuvo presente, por apego y afecto, pero también por mantener la autonomía de su huerta y la alimentación sana y natural para sus hijos.

 

“La semilla es una herencia, una responsabilidad. La semilla antigua siempre da, porque han resistido junto con nosotros, al ladito del pueblo mapuche. Aunque estuviera escondida por 20 años, igual brota. ¿Cómo podría cambiarla por una que necesita ser comprada todos los años? Las semillas antiguas llevan un nütxam con ellas. Necesitan solamente un espacio donde ser sembradas, de manos que la ayuden a llegar a la tierra, ayudarla con el agua, el abono. Finalmente vienen a complementar lo que tienes en casa. El abono uno lo puede sacar de las aves, los animales, no necesitas comprar, eso te genera autonomía. Es tan valioso producir tu alimentación, no tiene un costo monetario, por herencia, por Txafkintü, de no comprar. Además te da la seguridad de poder compartir con otro que también va a tener esa autonomía. Compartir es algo fundamental. Si uno tiene semillas no puede ser para ser guardada, escondidas. Mi mama nunca guardó semillas, es algo cultural, una herencia, yo siento que no puedo romper con esa herencia. El kimun igual hay que compartirlo, si alguien también lo necesita. Mientras uno más comparta, mejor, eso también se devuelve en la vida.”

 

 

Los niños y la huerta

 

kewpu“Mis hijos saben que existe más de un tipo de maíz, que existen muchas variedades, de muchos colores y tamaños. De porotos, tomates, zapallos, ajíes, ya tienen esa mentalidad de que la naturaleza es diversa, ellos lo ven, tienen la certeza de que eso existe. No es lo mismo que verlo en video, ellos lo tienen aquí en su casa, lo pueden ver, tocar, andan chocando con ellas. Han visto los porotos en la sopa. También han sido parte de la siembra, han ayudado, a lo mejor jugando, también estuvieron en los almácigos. La Pegei le contó a una profesora en una clase de ciencias que su casa estaba llena de semillas, que había muchas variedades. A Kewpu, su profesora le pidió que le llevara lechugas y él pregunta: ¿usted vive en el campo o en la cuidad? la profe le dijo que en el campo. ¡Ah ya! entonces le traigo semillas para que usted las siembre. Eso es la conciencia que tiene de que hay que sembrar para comer. De pequeñitos van teniendo esa certeza.”

 

Los niños no sólo han sembrado junto a nosotros, sino que también han ido probando las variedades que su madre prepara a diario, especies que cosecha desde su propia huerta. Y es que Ingrid nos sorprende en cada visita con la exquisita comida que prepara. Esa mezcla entre la alimentación tradicional y sus creaciones con lo que encuentra en la huerta, hacen que sus hijos crezcan de la mano de la cocina tradicional tal como lo hizo ella. “Siempre ha estado presente la comida mapuche en mi vida. Cuando armamos nuestra familia, me propuse que mis hijos comieran la comida mapuche. No me gustaría que llegaran donde mi mama y dijeran que no comen esa comida, eso es lo más terrible que nos puede pasar como mapuche, que nuestros hijos no coman nuestra comida, porque esa es la comida que nuestros abuelos, nuestros ancestros lograron descubrir que nos nutría. El mote por ejemplo. Juntar el trigo con las cenizas, darle un hervor, de ahí sale el mote. Que hay una forma de comer en el invierno y otra de comer en verano. También voy encubriendo eso que ellos dicen que no les gusta, eso me ha permitido crear, camuflar, el mürke en el queque para que se alimenten, según ellos no lo comen. Ir modernizando la comida mapuche, ir complementando la alimentación de ahora con los alimentos mapuche. He ido creando.”

 

 

Las nuevas miradas sobre las tradiciones: Curador de Semilla y Txafkintü.

 

rukaEn la actualidad, alrededor de las semillas han surgido nuevas miradas sobre lo que antes era tradicional, un ejemplo de ello está en el Curador de Semillas, persona que hoy se destaca por poseer un número relevante de semillas en su poder y no necesariamente conociendo su origen, pues en muchos casos las variedades suelen abundar en especies exóticas y comerciales, estando por lo general, en minoría las variedades realmente tradicionales.

 

“Las semillas siempre han estado, no en una sola persona, es algo familiar. Yo sola no podría llamarme curadora de semillas, sola no puedo, es mi familia. Lo mejor es que todos tengan semillas y las compartan. Que cumplamos con nuestro rol en la vida. Creo que los conceptos producen más confusiones que aporte. Yo creo que como mapuche todavía no le tomamos el valor que merece. Muy pocas personas han asumido un rol frente a la semilla. Creo que de a poquito ellas van a ir posicionándose.”

 

En relación al txafkintü tradicional y al actual masivo, Ingrid recuerda: “Mi mama hacía txafkintü desde que tengo memoria. Por ejemplo, la lamgmien Juana tiene un gallo castellano muy lindo, lo conversaban y acordaban hacer txafkintü por una gallina blanca, ese era el duam que llevaba para la visita y a veces, en ese mismo txafkintü acordaban uno nuevo con alguna semilla.

 

Con las visitas igual, se iban con plantitas de yewün, siempre las visitas eran parte del txafkintü, siempre se daba algo a cambio de lo que se llevaba. Lo hacían para ayudar a completar la huerta de la otra persona, siempre en ese sentido de reciprocidad y de colaborar al bienestar de la otra familia, esa es la esencia del txafkintü. Es el  valor de compartir algo, no un valor económico como ahora.”

 

 

Trabajar en el Semillero

 

maízEl año 2017, fue el inicio de las siembras en lo que llamamos semilleros activos: hacer huerta con variedades tradicionales en recuperación. Fue precisamente esta labor la que nos llevó a pasar meses junto a la familia Maripil Mellao, el valor de una semilla tradicional a través de la mirada de Ingrid, nos hizo aliados en un arduo trabajo que llevamos junto a toda su familia, pues a través de ella irrumpimos en un sistema de agricultura convencional.

 

Medio en broma, nos lanzamos a competir entre variedades tradicionales y comerciales, cuya conclusión de victoria nos comparte Jaime quien, como hijo de agricultor convencional y ayudando a su padre, conoce muy bien este tipo de agricultura con agroquímicos y variedades de semillas comerciales, Jaime señala: “pasamos de una agricultura convencional, a sembrar toda la diversidad de semillas tradicionales. ¿Qué poroto conocía yo? Brío, Sofía y Magnum y el Coscorrón, todos esos que podíamos ir a vender a la feria de Temuco en las temporadas que se dieran. Esos eran mis cultivos. A mi papá nunca se le pasó por la mente que existían otras variedades, cuando nos dijeron, no les creímos. Cuando las vimos, seguimos sin creer, pero probamos y aún no puedo creer el rendimiento ¡fue extraordinario! mucho más que todos los porotos que sembramos con químicos, con abonos, con fumigaciones, con todo lo que nos han pasado y hemos comprado, fue mucho más, no lo podíamos creer.

 

Yo tenía la duda de si el tema era la tierra o era la semilla. Entonces hay quienes optan por la tierra y otros por la semilla. Y me quedó claro, que más que la tierra, es la semilla. Entonces si la semilla es buena, la producción va a ser buena. Todo parte por la semilla. La producción, la cantidad, la calidad, todo pasa por la semilla.”

 

Hablar de semillas es hablar de vida, de energías que confluyeron para dar forma a lo que fue el primer semillero de recuperación en tierras mapuche, un transitar que nos sorprendió con la llegada de Aleliwen. Emocionada, y mientras da pecho a nuestra pequeña compañera de siembra, Ingrid nos cuenta: “llegaron las semillas y ya había una pequeña semilla conmigo, chiquitita, era un embrión. Estuvo siempre en el proceso. Imagino que será una futura huertera, con muchas variedades, con herencia y responsabilidad de sembrarlas. Todos mis hijos tienen que ir aprendiendo, tomando su rol”. Hicimos los almácigos junto a ella y al nacer, estuvo en la cosecha, ahí en su coche mirándonos con sus grandes ojos de maqui, reconociendo nuestras voces y riendo cada vez que le lanzamos un beso.

 

Ingrid MaripilPasamos por los tiempos de Walüng cosechando, y entramos a Rimú en las mismas circunstancias, tantas eran las variedades, que no nos daban descanso en su proceso de maduración para semilla. La responsabilidad sin duda fue grande, lo conversamos hoy también cuando Ingrid nos sonríe mientras da pecho a su pichizomo: “creo que las semillas tenían que llegar aquí, tenían que pasar por aquí e irse a otro lado. Nosotros cumplíamos con ese perfil, las semillas sabían eso, que llegando aquí podrían luego llegar a más lugares y así se está haciendo. Hemos conversado eso de la responsabilidad de con quien compartimos esa semilla. Con familias, con territorios que tengan claro lo que significa la semilla tradicional, semilla antigua, la semilla mapuche. Familias que no dependan de las instituciones, porque ese también es un riesgo, tienen que tener claridad de lo que estamos haciendo. Familias que estén por la autonomía. La autonomía que significa que la semilla la tengo que sembrar, mantener, guardar. Esos son algunos criterios que hemos asumido responsablemente. La semilla hoy en día es asumir una responsabilidad y una postura.”

 

La oportunidad de conocer, sembrar y proteger tantas variedades, permite que quienes han sido los primeros responsables de un semillero en el sur, tengan ese privilegio de optar por sus favoritas, donde sin duda el protagonista es el dewül, el poroto y sus múltiples colores, formas, tamaños y usos. “Que los porotos tengan colores que se relacionan a ciertos elementos de la naturaleza, el treile, el ganso, tienen sentido como antes, significa que también estás mirando alrededor, a una ave, animales, otras plantas. Hay algunos como culebras, otros como ñimin. Lo más llamativo son todos esos colores, de formas, de rayas, todo tiene sentido. Uno se siente tan ignorante. Yo cuando veía crecer todo eso miraba y decía ¿cómo hemos perdido tanto?. Toda esa sabiduría que tenía nuestra gente. ¿Cómo con un discurso nos pueden cambiar la forma de alimentarnos?”.

 

 

Mensaje para las nuevas generaciones

 

Ingrid Maripil“Como mapuche estamos en el desafío de reconstruirnos como pueblo, de reconstruir nuestro territorio, de volver a hablar el mapudungun y creo que nos estábamos olvidando de las semillas. Las semillas siempre han estado en nuestro pueblo, la alimentación es algo fundamental, la alimentación tiene que ver con las muestras de cariño. Si queremos reconstruirnos, no nos olvidemos de la semilla, porque eso nos aporta autonomía, estar mejor, estar más sanos. En esa reconstrucción tenemos que ser capaces de sembrar, no reproducir ese discurso del mapuche está conectado con la tierra, pero sin práctica. Vivir de la tierra significa que hay que saber sembrar, hay que volver a aprender a sembrar como lo hacían nuestros ancestros.

 

La semilla es algo integral que traspasa todo en nuestra vida. Si sembramos necesitamos agua, tierra, saber de la luna, necesitamos saber de la semilla, en qué tiempo sembrarlas, como cocinarlas. Involucra muchas cosas.

 

Mi mensaje es ese, no nos olvidemos en este rescate, en esta reconstrucción de las semillas. Asumir el rol fundamental frente a ellas: reconocerlas, sembrarlas, compartirlas, consumirlas y mantenerlas.”

 

 

 

Relatora: Claudia Mellado Ñancupil

Equipo Biodiversidad Alimentaria

 

 

 

Glosario:

 

Chachay Antü: hace alusión a un relato mapuche donde el sol es visto como el gran abuelo que nos ilumina y protege.

Tuwün: lugar de origen familiar y espiritual.

Pichiche: niño y niña, pequeña gente.

Pullü: energía de vida que forma parte del ser, ya sea humano, animal, ave, bosque.

Pewenche: mapuche que habitan en la cordillera, la gente del pewen, de las araucarias.

Lawen: denominación genérica de especies medicinales.

Awar: haba.

Nagche: gente que vive en los sectores de valle, entre pewenche y lafkenche.

Pewenentü: bosque de araucarias con energías importantes porque tiene un Ngen.

Wingkazüngün: idioma del no mapuche.

Mapuzüngun: el hablar de la tierra, idioma mapuche.

Txawün: encuentros donde se reúnen mapuche para compartir y hablar temáticas propias del pueblo.

Txafkintü: proceso de intercambio de semillas, elementos elaborados en el campo, saberes y conocimientos asociados.

Ñaña, papay: formas para referirse cercanamente a personas, principalmente usado entre mujeres.

Nütxam: conversación.

Kimun: conocimiento asociado al aprendizaje instruido.

Mürke: harina tostada.

Lamgmien: hermana.

Pichizomo: mujer pequeña, alude a una niña.

Dewül: poroto.

Ñimin: greca de los tejidos mapuche.

Walüng: tiempo de abundancia, ciclo de cosechas. Se condice con el verano por la temporada.

Rimü: tiempo de guardar cosechas, de agradecer a la tierra, el inicio del descanso. Similar al otoño.

 

 

 

 

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FACUNDO ARAYA ROJAS

17 julio, 2018

«UN PEQUEÑO GRAN AGRICULTOR»

 

     En nuestra insistente búsqueda del tradicional y recordado tomate rosado, hace algunos años atrás, nos dieron el dato de un experimentado agricultor que vivía en la quebrada de Maitencillo, Región de Atacama, justo en el límite entre la Comuna de Vallenar y Freirina. Fue así que nos encontramos con el protagonista de nuestra nueva biografía, un hombre de esos que observas por primera vez y su impronta de buen tipo se hace innegable.

 

     Sin conocernos, nos recibe con una amabilidad tan tradicional de los agricultores a la antigua, le contamos de nuestro trabajo y sin mayores explicaciones nos cuenta sobre su agricultura, sus semillas tradicionales y una que otra historia. A los minutos, ya estamos en su huerta, centrada en plena quebrada, con unas melgas llenas de diversos cultivos y unas curvas de nivel perfectas basadas tan sólo en la experiencia, todo adornado uniformemente con una gran cantidad de sales en superficie que complicarían la labor agrícola de cualquiera. Fue, luego de años en que intercambiamos diversas semillas y participamos de muchas actividades conjuntas en la recuperación de éstas, que comprendimos que su historia no podía esperar más. Necesitábamos saber qué le había convertido en un admirable curador o resguardador de semillas, qué era lo que gatillaba esa amabilidad tan característica de este maravilloso grupo de humanos que mantienen sus tradiciones a pesar del implacable paso del tiempo, con sus procesos sociales tan uniformizantes e impositivos y en vez de ocultarla, la comparten incondicionalmente. Un verdadero curador o protector de semillas no es aquel que tiene mayor número de ellas, sino aquel que aún teniendo pocas, sabe que el compartirlas es la base de mantenerlas vivas ¿no es esto resguardar?

 

facundo araya frutales     Su nombre es Facundo del Tránsito Araya Rojas y nació el  22 de diciembre de 1947. Su madre fue Blanca Ester Rojas y su padre, de quien heredaría el nombre, Facundo Araya, ¿y el segundo apellido? – preguntamos curiosos – “Solo Facundo Araya, a la antigua no más, así se hacía antes” – Sonríe tímido y continúa – “Mi padre nació en la agricultura, en Longomilla (localidad ubicada en la comuna de Vallenar), cerca de ahí trabajó con la chave, los dueños del fundo de Longomilla, era el jardinero, cuidaba el jardín de muchas flores, plantas y árboles frutales, antes había muchas flores acá” – Su hermana Sonia, también pequeña agricultora, no puede negarse a participar en la conversación y nos cuenta:

 

     – “Antes hacían una famosa fiesta, la del Cristo rey, era muy linda, se hacia un túnel de puros pétalos de rosa con marco de pino era muy lindo, quedaba todo el camino con pétalos, antes no habían de esas máquinas para haberle mostrado (en referencia a las cámaras fotográficas)”.

 

     Su madre, la señora Ester, era dueña de casa y huertera, como sucede aún en muchos sectores rurales del país, ambas funciones van de la mano, siendo inseparables. Había que producir alimentos ya que eran en total 18 hermanos de los cuales 6 murieron niños o jóvenes, él es el número 10.

 

     – “Algunos de mis hermanos estudiaron, a mí me tocó dedicarme a trabajar, solo llegué a tercero básico, a los 13 años ya salía al campo, era duro. Aprendí a trabajar los bueyes a esa edad en el fundo porque se usaban mucho, esos animales son muy habilosos, me tocaba arar y sembrar con ellos” –

 

     Sus padres se asentaron en la quebrada de Maitencillo el año 1911, ahí comenzaron a trabajar su huerta y sus frutales, con las semillas de sus abuelos. Otras, las traían de la hacienda en la que trabajaba su padre, que era jardinero, huertero, podador e injertador y, fue de él, de quien don Facundo heredó las técnicas para producir y guardar semillas, así como también el amor por los árboles frutales, que hoy abundan en su terreno; olivos, perales, manzanos, parras, duraznos, naranjos y hasta plátanos. Nos sigue contando al respecto:

 

facundo almacigo tomate     – “Los huertos de la hacienda eran puros árboles grandes, ciruelos, chirimoya, níspero, moras nueces, Longomilla era muy grande y lindo, hasta que la vendieron el año ‘62 y los nuevos dueños no le cayeron en gracia a mi papá, y se fue. La hacienda producía y vendía queso, mantequilla, pan, antes todos los fundos lo hacían, mandaban fruta para afuera, damasco ciruela. Cuando nosotros nacimos el tren de pasajeros de Huasco a Vallenar ya existía. Mi madre producía de toda la verdura, betarraga, lechuga, acelga, papa, tomate, pepino dulce, el único tomate que había era el rosado y el limachino, dejábamos tomates el año ‘60 en los casinos de Huantemé – (una mina de hierro antigua que tenía cientos de trabajadores, de la que hoy solo quedan vestigios). Solo comprábamos arroz, lentejas y azúcar, todo el resto lo producíamos, y aunque mi madre luchó toda la vida con la quebrada sembrando, también criaba de todos los animales, burros, chanchos, gansos y gatos, a ella le encantaban los gatos. También producíamos muchas variedades de damasco: imperial, uno grande como jaspeado que tenía gusto a pisco, lo recuerdo muy bien, producíamos el durazno abollado, mis padres ya lo tenían, durazno cuero de chancho, pera armenia, tacho, de pascua, pera cereza, una redondita como rosadita muy rica, las matas se las llevo la quebrada el año 97”.

 

     Dentro de los cambios importantes en la vida de don Facundo, recuerda con gran importancia cuando se fue junto a su familia a la Hacienda ventana, ubicada en las afueras de Vallenar, donde estuvo desde el año ‘75 al ’87. Ahí crió a 4 hijos de los cuales era padre biológico solo de una, Isabel. De ese pasar recuerda:

 

facundo araya cebolla     – “En ventana había como 5.000 novillos y lo mismo de ovejas, se sembraban porotos verdes inmensos de largos, los coyunda” – Nos narra con asombro mientras que su hija Isabel interviene – “De niños traíamos esos porotos debajo del brazo por lo largos, nosotros también tuvimos que realizar labores agrícolas, como sembrar y cosechar” – Continúa entonces don Facundo – “En la huerta de allá sembraba de todo, el cristal lo usaba para verde, poníamos zapallo brazo, antes los zapallos italianos eran muy largos, hoy son chiquitos”.

 

     Pasados esos años, volvieron a Maitencillo y mientras don Facundo volvía a trabajar a la hacienda en la que trabajó su padre, a cumplir las mismas labores, también se dedicaba a su huerta y sus frutales, los que siempre trabajó en sistema de policultivos, manteniendo una gran cantidad de variedades.

 

     – “Teníamos la cebolla copiapina que es chata y otra alargada, se llamaba coco de toro, eran muy ricas, producíamos la papa blanca que era muy rica, tenía otro sabor, la rosada apareció ahora último. También sembraba el haba morada, pepino dulce, maíz blanco, arveja orejona. Sembrábamos también distintos tipos de sandías, esa overa grande larguita, unas negras y otras como de cáscara azul, esas eran las sandias antiguas de acá, este año también sembramos una sandías que se dieron muy bonitas, guardamos mucha semilla, después le pasamos” – Nos dice con esa dadivosidad tan desinteresada, la misma que ha permitido la existencia de muchas variedades hasta hoy.

 

     Don Facundo aún mantiene mucho de su herencia agrícola, es, de esos casos particulares en que la pérdida no se produjo por descuido o por cambio de gustos, se produjo por la propia naturaleza que siempre recupera sus espacios. La quebrada en la que se arriesgaron a vivir cobraría su parte, aunque como algún sabio dijese, “los pobres no escogen donde vivir”. Recuerda de esos años:

 

     – “La primera vez que tenemos memoria de cuando bajó la quebrada fue de lo que nos contaba mi taita cuando tenía 18 años, fue en 1922. Luego nosotros recordamos que bajó el ‘84 y se llevó a un niñito, vivía mucha gente aquí. Luego el ‘97 quedó la crema, se llevó la mitad del terreno, las herramientas, cultivos, abejas, nosotros nos criamos con las abejas, antes no se enfermaban, eso de la varroa comenzó luego del año ‘75”.

 

     La historia de la bajada de la quebrada el año ‘97 fue una verdadera tragedia para muchos de los que vivían en la quebrada, de hecho el mismo don Facundo y su familia no fallecieron por un milagro en aquella oportunidad. El recuerda que había llegado cansado del trabajo, se despertó temprano y se asomó de casualidad por la puerta, llovía con fuerza y casi sin notarlo, ya la quebrada estaba a las puertas de su casa. Fue así que tomó a su hija en ese entonces de 14 años y luego a sus padres que ya eran ancianos y los cargó uno a uno a un lugar seguro,  siendo, como hoy asegura su hija, el héroe de la familia. Sin embargo no pudieron rescatar casi nada material. Su hija Isabel con sus ojos brillosos, aún expresando gratitud y admiración por su padre nos cuenta.

 

     – “El agua salía por la ventana, la corriente era demasiado fuerte, se llevó las centrífugas para miel, también un cajón grande que estaba lleno de semillas, no alcanzamos a salvar nada y solo se salvaron unas higueras y unos olivos. Se llevó 3 o 4 corrales de chanchos, unos de una raza que hoy no existen, medios largos, solo algunos se salvaron nadando”.

 

     Luego de esta tragedia, el terreno de don Facundo quedó lleno de piedras, entonces él, dedicada y pacientemente, comenzó a rellenar con tierra buena, comenzó a plantar árboles y a rearmar su huerta hasta conseguir lo que tiene hoy, decenas de variedades de duraznos, vides, manzanos y perales tradicionales, naranjos, hasta recuperó los plátanos que siempre consumen con alegría.  Hoy, continúan asumiendo el riesgo de vivir ahí, pero la pregunta que se hacen, es la misma que nosotros nos hacemos ¿en qué otra parte podrían vivir?

 

facundo araya olivo     Don Facundo, como todos los grandes preservadores de la biodiversidad alimentaria, es de la vieja escuela, esa de la verdadera soberanía alimentaria, en la que se producía de todo para comer y era casi un sacramento guardar la semilla para la próxima temporada. La idea de monocultivos en su concepto de vida no tenía cabida ni lógica y además preserva un principio irrevocable “no existe mejor semilla que la que uno mismo produce”, el mismo que escuchamos cada vez que un sabio agricultor nos da su tiempo y conocimiento, a la espera de nada.

 

     Respecto a su experiencia con las nuevas semillas que aparecerían por los años ‘90 en la Provincia recuerda:

 

     – “La semilla híbrida la conocí una tarde que fui a comprar a la agroquímica local, el tipo me regaló dos paquetitos pequeños de semillas híbridas para que las probara. Recuerdo que venían sin etiquetas de nada, cuídelas harto me dijo el vendedor, y por ahí las tengo y nunca las hice” – Sonríe casi travieso, es que don Facundo es de esos que confía en lo que hace, en lo que siembra y en lo que come, no le convencerían tan fácilmente, porque él estaba feliz y conforme con sus variedades. Continúa entonces con sus recuerdos:

 

     – “Solo una vez recuerdo comprar semillas de betarragas, salieron gigantes, me dije, aquí voy a cachiporrearme, entonces planté dos y las dos florecieron y cuando fui a sacarle las semillas, tomé las flores y las apreté con mis manos y solo salió polvo, la semilla no cuajó, por eso hay que tener cuidado con la semilla que uno compra. Luego hice un pepino híbrido y nunca me cuajó la semilla, no salen semillas a esos”.

 

facundo araya reconocimiento     No podemos evitar entonces hacer la pregunta de rigor ¿don Facundo, por qué guarda sus semillas?

 

     – “Porque es más seguro pa’ plantarla y pa’ cosecharla, uno sabe lo que va a cosechar y me sale mi trabajo no más, no tengo que gastar tanta plata. Una vez mi hija fue a comprar semillas de brócoli y salían más de $100.000, no podía creerlo, tan cara, preferimos nuestra semilla, además está acostumbrada conmigo, crece con puro guano, que hay que echárselo cada cierto tiempo no más” – y continúa – “La semilla de hoy tiene otro sabor, la papa ahora es dulce, no con gusto a papa, la mayoría de la cebolla hoy no tiene sabor, viene con una tola dura, no como la cebolla copiapina que era tan rica y suave. Por eso les digo que guarden bien sus semillas protegiéndolas de los hongos, tienen que envasarlas y dejarlas en un buen lugar”.

 

     Entonces don Facundo nos trae algo a la memoria, cuando le debemos tanto, él termina agradeciéndonos:

 

     – “Recuerdo que cuando la quebrada se llevo mis semillas, perdí mi tomate limachino y ustedes hace algunos años me lo trajeron, ya le he sacado dos veces semilla, me gusta ese tomate porque no le entra la polilla, es firme y tiene buena presencia”.

 

     Hoy en día, la salud de este admirable agricultor, el cual paradójicamente cae en un segmento conocido como pequeño agricultor, cuando realmente es de los grandes, está delicada. Desde hace años participa en todas nuestras actividades, días de campo, visitas a semilleros, intercambios de semilla, junto a su hermana Sonia, no faltaban a ninguna. Pero comenzamos a extrañarles, fue entonces que les visitamos y llevamos un reconocimiento a su labor como “Resguardador de la biodiversidad”, reconocimiento que se dio a 10 agricultores de la Provincia, cuyo aporte a la mantención de la semilla tradicional, con todo lo que ello involucra, es incalculable y pocas veces reconocido. El ambiente se llenó de emoción.

 

facundo araya hija isabel     Hoy, su hija Isabel comienza a hacerse cargo del huerto, con una enorme devoción y gratitud hacia su padre al cual hoy cuida. Nos cuenta que ella seguirá el legado de su padre, lo cual nos alegra en demasía, ya que la generación de recambio en el campo no suele existir. Su compromiso, seguir protegiendo las variedades tradicionales de su padre; el nuestro, entregarle todas aquellas variedades que alguna vez amablemente él nos compartió.

 

     Al poco terminar la conversación Isabel nos dice: “tengo algunas semillas”, entonces nos invita a verlas. Después de una grata charla y mostrarnos sus semillas le pasa varias de ellas a Hortensia (coordinadora diaguita de la Alianza Biodiversidad Alimentaria en la región de Atacama) y ella responde que no trajo semillas. Entonces Isabel le dice – “No se preocupe señora Hortensia, ve que si yo la llego a perder, luego se la voy a pedir a usted”.

 

     Entonces todos nos miramos, sonreímos y sin palabras comprendimos que su hija sin saberlo, se convertiría en la más importante semilla que dejaría nuestro querido y admirado don Facundo, que esperamos tener por muchos años más.

 

 

Relator: Esteban Órdenes

Equipo Biodiversidad Alimentaria

 

 

facundo araya casa quebrada    facundo araya estero    facundo araya haba morada    facundo araya uva   facundo araya pepino dulce    facundo araya huerta    facundo araya frutilla    facundo araya tomate rosado cultivo    facundo araya porotos    facundo araya morron corazon de buey    facundo araya uva rosada    facundo araya zanahoria

 

 

ZUNILDA LEPÍN HENRÍQUEZ

4 julio, 2018

«TESORO HUMANO DE VIDA»

 

Zunilda Lepin     Buscar semillas tradicionales, es también hallar historias de esfuerzo y lucha por un mejor vivir, de aquellas manos campesinas que construyen una vida ligada a la agricultura. Ya sea en el campo o la ciudad, la tierra llama a quienes la amaron desde su infancia. La siembra, la huerta, el jardín, las hortalizas, las flores, los frutales, todo confluye cuando un espíritu inquieto le busca sin descanso en todo su sendero. La tierra llama, siempre llama cuando se pasa una vida queriéndole alcanzar.

 

     Como tantas otras tardes, vamos en busca del mate y la buena conversación con quien siempre nos recibe entre bromas. Pero esta vez vamos por algo más, queremos conocer su historia, saber como una mujer que vive en medio de la ruidosa ciudad de Temuco, llegó a ser reconocida por su innegable labor en la protección de semillas, como alguien que se ha mantenido en la ciudad, es tan querida y conocida por diversas lamgmien campesinas de la región. Buscamos conocer el camino que transitó la primera Curadora de Semillas reconocida como “Tesoro Humano Vivo” por parte del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes en Chile, el año 2015.

 

 

Su infancia, del campo a la ciudad.

 

     Nacida el año 1949 en el sector rural de Lumahue, comuna de Nueva Imperial, Zunilda del Carmen Lepin Henríquez fue la mayor de dos hijos del primer matrimonio de su padre mapuche con una chilena. A temprana edad su madre fallece y su padre busca una nueva pareja cuya relación con ella no fue de las mejores – «Para empezar yo no tuve mamá y papá bien poco. Mi mamá falleció cuando nació mi hermano, yo tenía dos años. Me crié a la munda. Me iba donde mi abuelita materna, pero cuando estaba muchos días con ella mi papá me iba a buscar porque tenía que cuidar los chanchos y buscar leña.» – la vida en el campo comienza a encrudecer, sin madre ni padre que le protegieran, fueron sus abuelas la fuente de afecto en su infancia.

 

     De sus tíos maternos y abuela, fue que aprendió sobre huerta – «El primer recuerdo de huerta que tengo es de mi abuelita, sembrando en la esquina de la chacra en Boroa Alto. Las chacras eran en las lomas, o en los corralones donde se dejaban las ovejas, cuando se rotaba la tierra. Salían los animales, se araba, se sembraba papas y en las esquinas ají o kinwa» – los recuerdos junto a su abuela le emocionan. Mate en mano, comienza a cebar un amarguito para quien no bebe dulce. Es que ella no puede desatender a nadie a su alrededor. Conversar y estar picoteando algo, esa es la costumbre, y continúa narrando – «Mi abuelita materna me iba a buscar, y cuando llegaba mi papá a llevarme, nosotras nos escondíamos en el monte. Pero él se quedaba todo el día sentado esperando y nosotras escondidas, muertas de hambre esperando que se fuera. Al otro día llegaba tempranito y me llevaba. Recuerdo a mis tíos con cariño que siempre me quisieron llevar, pero mi papá nunca me entregó porque no tenía quien le cuidara los chanchos, su mamá me quería harto»

 

Zunilda Lepin     En los años en que transcurría la infancia de Zuny, el mestizaje entre mapuche y chileno no era bien visto, más aún cuando sus ojos claros llamaban tanto la atención – «Los cabros en el colegio me pisaban los pies, además era chascona, pelo claro y ojos verdes, entonces los otros niños me sacaban un chocho siempre, no sé para qué»

 

     A sus quince años, Zunilda es enviada al pueblo a trabajar para aportar con su sueldo en casa. A esa misma edad le entregan sus primeros zapatos, iría a Santiago – «¡Imagínese! Yo era tan pava que ni siquiera conocía Imperial. Una tía me regaló zapatos, ella calzaba 36 y yo 34, entonces los zapatos se me doblaban hacia arriba» – Fue la primera vez que salió de casa, nunca antes se había asomado ni al pueblo más cercano. Llega así a un campamento de Santiago, conoce lo que describe como pobreza de ciudad – «Me llevaron y vivían todos amontonados, era desordenado y sucio. Una cosa es la pobreza de campo y otra la de ciudad, eso aprendí. En el campo, hasta el piso de tierra se barre y está limpio, hay árboles y muchos colores. En la ciudad los cabros me robaban la ropa y la vendían.»

 

     No a mucho andar, conoció a una gringa que le ofreció trabajar como niñera en su casa, lugar donde estuvo cinco años hasta que tuvo que regresar al campamento para cuidar de sus primos menores. Allí conoció a quien fuera el padre de su hija mayor, vivió con él un tiempo, pero la vida en Santiago se tornó compleja y muy dura con una niña pequeña a su cuidado, así que regresa al campo para no andar sufriendo según le dicen. Siempre dócil y acatando las órdenes de otros – «Ya en el sur con mi chiquitita, regresé al campo y comencé a trabajar en Temuco de nana. Tuve que sacar carácter y defender mis hijos. Nunca más volví a Santiago. Después tuve a mi segundo hijo que se enfermó, de eso que llaman aojarse ¡casi se me muere! Buscando quien lo santiguara llegué donde la mamá del Tata, ella no santiguaba pero sabía quién y allá salvaron a mi niño. Después me pedía que lo llevara siempre, que era lindo para jugar. Así conocí al Tata, y ahí me quedé hasta hoy. Pero nunca me vine a vivir con él mientras estaba la suegra. Yo tenía mi casa en el campamento, tenía manos para trabajar. Allá nacieron mis otros dos hijos que tuve con él, yo los crié sola, con mis manos trabajando.» (El Tata es el apodo de cariño que Zuny daba a su esposo de varias décadas quien partió de este mundo este año 2018, Don Celindo Lagos, un experimentado agricultor de vasta y reconocida trayectoria productiva, que alimentó y enseñó a tantos en su chacra ubicada en las faldas del cerro Ñielol, hoy conocido como barrio gastronómico donde también se encuentra el distinguido restaurant Zuny Tradiciones.)

 

 

La vida en el campamento.

 

Zunilda Lepin poroto     Hablar de su paso por el campamento de Lanín, es recordar los más lindos momentos de su vida, señala Zunita. – «El campamento fue una experiencia súper linda que tuvimos. Yo he trabajado y he vivido en muchas partes, en el campamento la gente es más humana. Si a alguien le pasaba algo, todos le íbamos a ayudar, nadie se miraba en menos, todo lo compartíamos. En esos años comencé a juntar harta planta, semillas. Teníamos una competencia de quien tenía el jardín más lindo, la huerta más linda, una competencia sana. Vendíamos muchas cosas, hacíamos muchas cosas.» – Sembrar se convirtió en la forma de relacionarse con otros, en la alimentación de sus hijos, en la alegría y belleza que reflejaban sus flores. En la siembra rebrotó en ella la parte bonita que de niña vivió en el campo: tener plantas, compartir sana y solidariamente. Así también es que conoce a quien sería hasta hoy su compañera de cocina en el restaurante, la Irmita – «Queríamos tener una casa. Nos pedían un documento de sueldo. Así que yo trabajé y la Irma me cuidaba los hijos. Luchamos para que nos dieran casa juntas y lo conseguimos. Viví en mi casa unos años. Trabajaba lavando ropa y planchando toda la noche»

 

     Su huerta fue la forma que encontró para darle frente a la pobreza – «sembrando al aire libre, manteniendo las fechas de siembra. Como había mucha pobreza, sembrábamos las cáscaras de papas. Comíamos las papas y sembrábamos las cáscaras, salían muy bonitas en las camas altas, alrededor poníamos las lechugas, los cilantros. La pobreza en esos tiempos nos llevaba a trabajar más, a sembrar más. Desde que tuve una casa en que vivir me encantaba el huerto, el jardín. Todo lo que yo comía lo producía, si no lo tenía yo, lo tenía la vecina. Siempre lo compartimos.»

 

     El compartir es sin duda el hecho más destacable que realza su figura como símbolo en el resguardo de semillas, lo sabemos todos quienes hemos conocido su labor, todos hemos recibido alguna vez una semilla, una planta, unos mates, una comida de sus cariñosas manos. Entonces, ¿será que esto de compartir es el alma misma que la convirtió en un referente tan importante? Ella se ríe, su humildad la hace cohibirse – «Yo doy no más, regalo y después vienen y me trae un montón de cosas, mire como tengo los zapallos, así me pasa» – señala mostrando la colección que ha formado en este ciclo de cosecha, sin duda, seguirá aumentando.

 

 

Camino al CET

 

     En los años 70, surge la figura del huerto urbano en la vida de Zuny. Un concepto nuevo que vino a ponerle nombre a la labor que realizaba a diario junto a sus vecinas en el campamento – «Ellos llegaron con la idea de los huertos urbanos por el año 74. Acá competían con la Muni. Por ejemplo, había un lugar donde hacíamos los tablones, en el CET lo hacían con curva para que no cayera agua a la calle y venía la Muni y los hacía en punta. Nosotros hacíamos y deshacíamos los trabajos. La Muni nos daba tres mil pesos como pago. El CET no nos daba plata, pero nos llevaba semillas y plantas. Aunque no sé si las semillas eran de las nuevas o las antiguas, yo no sabía de eso, no me acuerdo mucho detalle. Ellos tomaban mate con nosotros y plantábamos» – Al pasar un tiempo, el CET arrienda una parcela y comienzan a invitar a todas las señoras del campamento – «como yo siempre he sido inquieta, poco entendía de lo que hablaban, me ponía a ayudar en la cocina, ahí partí en la cocinería» – labor en la que destaca hace varios años, donde incluso su restaurante ha sido nominado en dos oportunidades como la “Mejor Picá’ de Chile”.

 

Zunilda Lepin     Siempre de la mano, sembrar y cocinar, es algo tan lógico e inseparable en su vida que hasta el día de hoy lo mantiene. Su huerta en casa, sus hierbas medicinales en el acceso de su local. El ir y venir con las caseras de la feria de Temuco, las constantes visitas de ñañas que llegan directamente del campo a dejarle sus productos con los que elabora la comida de cada día, en el restaurante y en casa.

 

     Fue en los tiempos del CET de Temuco, que su espíritu inquieto, su simpatía y constante gusto por compartir a través del huerto que los ojos de los profesionales que le rodeaban le pusieron atención, pues mientras las instalaciones del Centro de Educación y Tecnología iniciaban, ella empezaba a plantar e intercambiar, primero con sus vecinas, luego con las lamgmien que llegaban en las capacitaciones desde las comunidades – «Si faltaba una planta que quería o si me gustaba una de las que tenían mis vecinas en el campamento, se las pedía y después le llevaba cualquier otra a cambio, porque en el CET teníamos un huerto precioso. Después, llegaban grupos de las comunidades y me encontraban lindas las plantas y me pedían un ganchito. ¿qué tiene usted también? Le preguntaba y le decía que de eso me trajera también. Después me decían trafkin, nos empezamos a decir trafkin. Era como decirse ¡hola comadre! Nos decíamos trafkin sólo entre las ñañas y yo, nadie más, no por lo menos del CET. Éramos nosotras las que lo hacíamos. Años después, en el CET empezaron a hacer esos trafkintü de ahora» – Comienza una época ligada a recuperar tradiciones y a la vez una forma de gestar economía solidaria entre los vecinos del campamento, para luego ampliarse hacia las comunidades mapuche aledañas – «por ahí por el 2000 comenzó el trafkintü en comunidad, y con las comunidades de los otros CET y sus comunas. Intercambiábamos más plantas que semillas y muchas flores, hortalizas, con tierra y todo, con maceteros.»

 

     «Cuando iniciaron los intercambios con comunidades se comenzó a cambiar semillas por kilo, pero cuando nos enteramos que los kilos se iban a la olla y no a la huerta, se comenzó a cambiar de más poquito, porque poquito se siembra y de más de medio kilo, se come»

 

Zunilda Lepin     Hablar de campo y años pasados es traer a la memoria otras tradiciones que han ido cambiando, se han perdido o han ido disminuyendo en frecuencia y cantidad – «Antes se reunía toda la comunidad a trillar, en mingako. Llegaban las carretas, las viejitas a buscar su parte. Los niños no.  Es que las montañas de paja eran muy grandes y el polvillo los ahogaba» – Entre tanta nostalgia, aflora un momento que muchos catalogan como los antiguos trafkintü, entre familiares y entre distantes lof – «También se usaba mucho eso de ir a pasear y quedarse un tiempo, de revisar el huerto y llevarse plantas, dejar plantas y cosas también» – Un tiempo de visita que solía ser recíproco, pues muchos abuelos narran los encuentros de varias semanas entre parientes y amigos lejanos, visitándose entre sí de una temporada a otra.

 

     Los nuevos aires del trafkintü avanzan, ese que hoy consta de un programa de actividades que incluyen ceremonias. Un inicio de solidaridad en tiempos difíciles, de pobreza e intentos de vincular el campo y la ciudad, o al menos a los actores necesarios a través de la huerta – «ese trafkintü oficial comenzó por ahí en el 2000 con el CET, después lo empezaron a tomar las instituciones, las organizaciones, las universidades y ahora lo hacen hasta en la Moneda» – suelta su risa y el sonar de la puerta de acceso nos interrumpe. Otro amigo pasa a saludarle.

 

     Parece ilógico pensar que quien es un símbolo de protección y lucha por la defensa de las semillas tradicionales, sea una mujer cuya vida en gran parte ha sido desarrollada en la urbanidad. Distante en lo que hoy los puristas llaman “formación cultural mapuche” y lejana a su tierra de origen, pero es precisamente esa realidad la que fortalece una figura que, como tantos y tantas otras, debió rearmarse como campesina, como mapuche, como mestiza en lo urbano, allí donde no hay tierra suficiente para sembrar: la ciudad. Una historia de desarraigo que cruza a toda una generación que llegó a lo urbano buscando un mejor vivir.

 

     Los años no han pasado en vano en cuanto a biodiversidad se trata, incluso hay estudios que señalan la pérdida del 75% de variedades agrícolas del mundo. No es casual que en los recuerdos de Zuny las variedades en hortalizas, flores y frutas sea mayor – «¡había más de todo! Y lo que había, era sano, rico, con aroma. Hace unos años, cuando los trafkintü lo toman las instituciones como las municipalidades, comienzan a aparecer las semillas pintadas. Ya se notaron demasiado. Antes llegaban las semillas en canastitos, en calcetines, en bolsita, pero nunca en bolsa de nylon, siempre en manga de chomba. Bien ahumadita. La gente de campo cuida la semilla en la cocina, en el ahumado. Los ajos duran todo el año, en su temporada salen los ajos, la cebolla brota igual y ahora no, se desaparecen, se secan como polvo. Arriba se ponía en el encatrado la semilla, en ristras al costado, en saquitos también. El humo tal vez le sella, la protege»

 

     Las semillas antiguas se han estado perdiendo, no es la única curadora de semillas que lo señala, pero para Zuny las razones incluyen una mirada hacia adentro, culpar sólo a las instituciones es no hacerse responsable de la propia voluntad señala – «la gente está muy cómoda, tiempo no le da para sembrar, para esperar, prefiere comprar. También les regalan las semillas, les dicen que son mejores, que son más rápidas. La gente cambió el tomate, para pelarlo más fácil. En todo caso, esos tomates antiguos no se pelaban, se comían con cáscara. Tampoco era cáscara gruesa, se comían como manzana. Cuando llegaron los nuevos, la cáscara se separaba sola, se notaba. Los tomates se comenzaron a pelar cuando no se podía comer con cáscara, porque es incómoda. Son esos nuevos, todos homogéneos, del mismo porte, pueden estar mucho tiempo en el refrigerador impeques. Los tomates de verdad duran la temporada nomás, lo que tienen que durar. Los tomates de verdad se los comía hasta verdes y son ricos igual, pintaitos, rico ¡con olorcito a tomate!» – Pero el tomate no es el único que ha cambiado, recuerda también el maíz – «ahora dicen que es dulce, es dulce pero desabrido, insípido. El maíz antiguo era dulce, con sabor, se masticaba, ahora es una cuestión cremosa. Los porotos nuevos para verde no tienen olor, ese sabor, por más que le ponga albahaca, ¡hasta la albahaca está mala!» – termina entre nostálgica y molesta.

 

Zunilda Lepin     Sus recuerdos de campo en siembra y de huerto urbano en el campamento, parecen cercanos cuando las semillas son protagonistas, después de todo, al dedicar su tiempo a buscar y resembrar las semillas antiguas que han rodeado su vida, la historia fluye sencilla, entre anécdotas y saberes compartidos. Le pedimos que nos hable más de los tiempos de huerta de su abuela, y su mirada se pierde mientras ceba otro mate dulce que tanto gusta compartir – «Habían tomates bien bonitos, así como en forma de flores, ninguno liso, parecían riñones, rosas, grandotes. Maíz chico también, daban muchos tallos y harta mazorca. Macollaban las bases, hartos choclos. Y los más grandotes de grano amarillo, con los porotos siempre juntos. También salían muchos de esos de colores: negro con amarillo, rojo con amarillo, todo era bien mezclao. A veces en la misma mazorca salían de un solo color. Lo usábamos en cazuela, más para comerlos cocidos.»

 

     «Estaba esa kinwa blanca, una chiquita muy sabrosa, hasta aromática, le dicen Lepin ahora. Cuando yo era chiquitita había mucha hambre y mi abuelita iba a una laguna allá abajo y la lavaba. Cocía una ollada y uno sacaba un pelotón y se lo comía. Duraba todo el día para matar el hambre en el invierno, no había pan, no había harina. Era más sana, no nos enfermábamos. La sembraban cuando subían las papas en los corralones, cuando la aporcaban y crecían juntas. Las papas las sacaban a medida que se iba comiendo, a mano, ya al final la kinwa estaba lista también y se cosechaba. La kinwa sembrada al voleo, eso es chacra. Ahí también estaban los zapallos, en chacra pero en los muelles, ¿sabe lo que son los muelles?» – Ríe cuando nos sorprende con un concepto nuevo –  «Cuando cosechaban el trigo, amontonaban todo lo de la máquina en un lugar, se podría la paja y ahí ponían las semillas de zapallos. Puros zapallos de guarda. Los melones y sandías ni los conocíamos.»

 

     «Nos falta hablar del poroto sabe» – sugiere ya entusiasmada – «Estaba el poroto peca, burro, araucano con agua bien negra; el azufrado bien teñido, eso era lo que más gustaba. Incluso cuando cocían los porotos con el mote para hacer el motemei, el agua del poroto la dejaban aparte para hacerla caldo, se tomaban el agua esa» – Nos detenemos ahí, el poroto sigue siendo uno de los platos tradicionales más potentes y representativos en Chile, el cambio de su semilla tradicional por aquellas nuevas variedades comerciales no sólo ha alterado el campo en su cultivo, también ha modificado enormemente la forma de preparación y los gustos asociados en la alimentación – «El sistema alimenticio cambió, ahora el poroto hincha, antes no, hasta a mí me hacen mal los porotos ahora. Antes se hacían ensaladas con poroto cocido y mote de maíz y se comía así no más. En los nguillatun se hacían cocidos y se compartían en canastos mientras estaban bailando. Al caldo se le echa un poco de ajo, de manteca y se come. De verde se comía el peumo, una vaina larga, se rebanaba y se comía. Muy rico. Ahora el caldo ya no es caldo, ahora todos quieren el caldo blanco»

 

 

La Curadora de Semillas

 

Zunilda Lepin     Visitar huertos hoy, es generalmente encontrarse con tablones rectos y ordenados, llegar a la huerta de muchas ñañas en la región, es encontrar una mixtura rica en formas y colores, con un orden “al natural” – «Los huertos campesinos no son de tablones, son al lote, son desordenados. Porque usted se mete a un bosque hay de todo. Todas las plantas no comen los mismos nutrientes, se necesitan unas a otras, revueltas para vivir y verse bonitas. Cuando llegaron los programas de gobierno aparecieron los tablones, todo ordenado, todo separado, todo parejo» – Una vida de huerta en el espacio que le tocara estar, siempre entre flores y hortalizas como primer cultivo de su presencia ahí, pero ¿cuándo será que desde la siembra salta al resguardo? – «Es que eso es siempre así, pasa que ahora le ponen nombre a todo. Toda la gente que sembraba guardaba semilla, además se hacía cambio en hierba de palabra. Por ejemplo, mi papá iba a buscar trigo a cambio de una siembra que recién estaba creciendo, en verde. Después cosechaba y entregaba lo acordado de palabra, sin ningún papel de intermedio»

 

     La alimentación era sinónimo de siembra – «Sólo producían para comer y guardar. Se guardaba el trigo en cajones grandes, dentro se metían las frutas, manzanas, peras, membrillos. Las papas se dejaban en granel» – la labor de resguardar semillas no era extraordinaria, era algo lógico, inherente a la agricultura y la alimentación. Para Zuny, incluso los conceptos le son confusos al preguntarle cual de todos ellos tiene mayor relación con su historia – «Protectora, resguardadora quizás, guardadora, custodia, no sé. Con ninguna. PROTECTORA puede ser. “Guardadora” es guarda. “Custodia” es otra cosa que no va con uno, como si estuviera detrás de una reja. “Curadora” es como curandera, como que pongo una semilla y la curo, me gusta más protectora.»

 

Zunilda Lepin     Y ¿por qué protectora? ¿Qué le hace pensar que puede proteger algo? – «Uno protege lo nuestro porque tiene mucha experiencia con eso. Cuando uno busca en la feria un cilantro, un perejil, llegan a ser hediondos. Los nuestros son olorosos, son ricos, se pueden comer crudos, se pueden comer como sea, hasta sin lavar. En cambio lo de afuera uno no sabe.» – Pero, ¿qué es para usted el arte de proteger, de proteger una semilla? – «Por ejemplo, si yo tomo una planta, hago patillas o se la paso a una señora que la cuide, así sé que la va a tener. A lo mejor ella sabe más cosas de esa planta, si es medicinal por ejemplo. Hay muchas plantas que he tenido y se las pasé a una amiga, porque yo sabía que no las iba a poder cuidar y ella sí.» – ¿El entregar la semilla a otro también es protegerla? – «¡¡De todas maneras!!» – Entonces, para proteger ¿no necesariamente hay que ser un sembrador o un productor? – «No, si usted sabe a quién se lo entrega, la planta siempre va a estar protegida. Hay tantas señoras que quieren tener plantas que uno se las entrega y ellas van repartiendo y así sigue. Es como los huevitos de gallinas que hay que mejorar la raza, van de comunidad en comunidad. Las plantas son lo mismo, también hay que cambiarla de lugar, en un mismo terreno, rotarla. Yo creo que tiene que ver con el suelo, porque si estás en el mismo lugar se tiene que comer todos los nutrientes y hay que alimentar la semilla. La semilla tradicional sale sola, es bonita y aguantan. Pero el mercado la pisotea y desvaloriza, hay que cuidarla.»

 

     Para terminar Zunita, ¿qué es para usted la Semilla? – «¡¡Vida!!» – responde automáticamente y agrega – «es que sin la semilla ¿qué comemos?»

 

     La migración campo ciudad, es un ingrediente constante en la vida de muchos de los agricultores que vamos conociendo. Lejanos a su tierra de origen, desarraigados de su cultura indígena hay muchos, trabajando en labores de esfuerzo en las grandes ciudades para ayudar a sus familias que quedaron en el campo. Pero también hay otros que permanecieron en sus tierras, unos manteniendo semillas y protegiéndolas junto a sus tradiciones y saberes heredados, otros que decidieron cambiar su forma de agricultura por un modelo que se suponía era más rentable.

 

     Y están aquellos espíritus como Zunilda Lepin, esos que se rearman como campesinos urbanos, con huertas en cada espacio que transitan. Siguiendo el camino de la vida, pero construyéndole y torciendo el camino para cumplir sus sueños. Porque una mujer que salió sola a buscar la vida en la ciudad, sin más tierra que la de sus zapatos como suele decir, hoy se acerca a su sueño de sembrar en el campo, en tierra propia con su propio esfuerzo, manteniendo lo más preciado que tantos otros dejaron de lado: sus semillas antiguas, esas que le dan sabor a sus comidas, esas que le unen con entrañables ñañas por diversos territorios, esas semillas que han contado su historia.

 

 

 

Relatora: Claudia Mellado Ñancupil

Equipo Biodiversidad Alimentaria

 

 

Zunilda Lepin    Zunilda Lepin    Zunilda Lepin    Zunilda Lepin     Zunilda Lepin

 

 

 

JULIO LIRA MONTERO

22 junio, 2018

«EL MAESTRO DE LAS TRADICIONES»

 

Julio Lira añañuca     Unos cuantos kilómetros antes de llegar al puerto de Huasco, Región de Atacama, en la localidad de El pino, existe un camino local por el cual se llega a un estrecho camino interno que, bordeando los cerros llega hasta la hermosa ruta costera que recorre playas y desierto florido en un paisaje único hasta llegar a la bella playa de Bahía Inglesa. A unos pocos kilómetros de andar por este camino, que nos recibe con añañucas, hualles, alstroemerias, leucocorynes, amancay, azulillos, nolanas y deliciosos copaos, que parecen sobrevivir en medio de un paisaje saturado de olivos, se observa un cálido hogar con un enrejado repleto de maíces de diversos colores a su costado, los que también cuelgan en algunos maderos. Esto basta para conocer la señal de estar cerca de un sabio que ha sabido mantener sus tradiciones y sus semillas, su forma de vida, sus principios y sus sueños.

 

     Son ya incontables las veces que hemos venido a disfrutar de una bella tarde de aprendizaje, de frutos incomparables, de historia, de brevas que apenas caben en una mano, damascos enormes, duraznos maduros en mata con ese dulzor y jugosidad incomparables, de hecho ese es el nombre de una de las variedades que nuestro destacado anfitrión le da a uno de sus frutos estrella, el durazno incomparable, solo luego de probarlo logras comprender la razón inevitable de su nombre.

 

     Hoy entraremos a la vida de un grande y también incomparable personaje, Julio Humberto Lira Montero, como todos los agricultores de tradiciones se mantiene erguido, con la frente siempre en alto, orgulloso de su tierra y su trabajo, sin resentimientos, solo con gratitud y la esperanza de poder seguir trabajando su campo. Es de los contados que ha sido capaz de mantener su producción diversa de hortalizas y frutales entre enormes olivares, eso no es una limitante para él, «sólo se deben trabajar las copas de estos y todo se puede dar«, nos dice.

 

     Cuando entras a su terreno, sólo vez olivos, tantos que te encandilas y no vez nada más, de pronto la vista se agudiza y aparecen esos históricos frutales, durazno blanquillo, durazno abollado, nectarín el incomparable, durazno prisco, damascas, que corresponden a damascos grandes, (en el campo se le suele atribuir el carácter de femenino a un fruto más grande, otros ejemplos de ello son la melona y la zapalla), higueras de muchos tipos, perales, membrillos, además de sus hortalizas, comenzando con el tomate que ya es conocido a nivel nacional como “tomate lira” – «Pero si quiere llámelo de otro nombre» – me dice humilde.

 

Julio Lira tomate     De hecho los que lo admiramos, de forma inevitable terminamos llamando así a su jugoso y delicioso tomate, le siguen su maíz blanco, amarillo, rojo, naranjo, el melón escrito, cuya técnica domina a la perfección, su haba de vainas gigantes, acelgas por doquier esparcidas en su terreno, y el zapallo del tronco. Variedades que heredó de su padre, y su padre de su abuelo, y que él no cambia por nada, de hecho en muchas ocasiones le hemos ofrecido otras variedades tradicionales, pero él nos mira con esa sonrisa tan expresiva y nos dice: «Gracias, pero ustedes saben que yo tengo mis semillas«. Y es cierto que a veces recibe una que otra, pero siempre se queda con las suyas, esas que atesora de toda una vida, que heredó y que el hereda a quien le pida, de la llamada vieja escuela agrícola, esa en que dar y ayudar era más importante que la llamada competitividad. Pero conozcamos juntos un poco más de la vida de esta admirable persona que tenemos la dicha de conocer, y acercarles un poco, porque detrás de cada uno de estos hombres protectores de la biodiversidad, se esconde siempre una historia de esfuerzo, ideales y principios.

 

     Julio Lira nació el año 1934, sus padres fueron Pedro Lira y Juana Montero, siempre creció entre hortalizas y frutales, en esos años en que la abundancia y la biodiversidad eran parte cotidiana de la vida del sector. Su padre fue un agricultor de tradición, que a la vez también heredó esta noble labor de su padre. Todos se transmitieron el esfuerzo y el conocimiento necesario para realizar la agricultura con un clásico estilo tradicional.

 

     – «Empecé a trabajar a los 9 años, en ese tiempo no se iba a estudiar ni a Vallenar ni a La Serena, uno se quedaba acá no más, la agricultura siempre fue lo mío, nunca hubo otra opción, pero a mí siempre me ha gustado lo que hago, no me imagino de otra manera. Aprendí a criar animales, amansar bueyes pa’ arar, castrar chanchos, producir pasto, inyectar animales, por todo eso he pasa’o, y siempre en la agricultura, producíamos de todo para vivir. Se carneaban los chanchos para la casa, se hacía chorizo, jamón, paté, longaniza, todo eso, también toda la hortaliza y fruta se producía aquí, eso se vendía pa’l norte, venían camiones a comprar acá. Había 8 trabajadores, esto en los años 50 a 54, luego esto se fue acabando de a poco, esto se llenó de olivos y se fue perdiendo, luego la fiebre de los membrillos, se sacaban más de 1.000 cajones de membrillo, se enviaban todo enreja pa’l norte, llegaban los barcos pacotilleros que venían del sur, atracaban acá y lo llevaban pa’ Antofagasta y otras partes del norte» – Nos cuenta ansioso y casi nostálgico don Julio mientras la señora Magy, su esposa, interrumpe también entusiasmada: «En esa época hubo mucha actividad del puerto, en esa época no habían carreteras para el norte y ahí estaban las mineras, las salitreras, entonces todo iba de acá» – Luego retoma nuevamente Don Julio la conversación.

 

Julio Lira maiz     – «Se sembraban zapallos, melones, pepinos, zapallo italiano, repollo, coliflor, choclo, se sembraba de todo de todo, zanahoria, betarraga, cebolla, de todo, venían tres camiones de Chañaral cada semana, se llenaban en la parte alta del valle con frutas y hortalizas y lo que les faltaba lo terminaban llenando acá en Huasco, avisaban una semana antes lo que comprarían, todo era organizado, todos producían acá«.

 

     En esos años, don Julio nos cuenta que todos producían su propia semilla, de Las Tablas para abajo casi todos producían, y cada uno sacaba su propia semilla, es por ello que él dice mantener la semilla de esos tiempos que a su vez venían heredadas de su padre que también fue un experimentado agricultor. También cuando alguien no tenía se convidaban semilla entre todos, no existía el egoísmo. Nos cuenta que los cambios comenzaron con las plantaciones de olivo, se sacaban los frutales tradicionales de diversas especies para reemplazarlos por olivos, y el problema además es que cuando van creciendo los árboles y se cierran sus copas, no se dan los cultivos entre medio.

 

     – «Este fundo por ejemplo producía de todo, sin embargo llegaron los olivos y se terminó todo lo demás, 83 hectáreas. Yo no entendía mucho, a mí me decían que había que plantarlos y me buscaban, los Callejas partieron con eso, traían las plantas, como vieron que producía buenas olivas y aceite comenzaron a poner más y más y como eran de los grandes, el resto comenzó a hacer lo mismo» – Le ayuda la señora Magy a terminar la idea, mientras don Julio continúa, – «Ahora la aceitera no vale nada pagan $150 a $200 por kilo y la agarradura (cosecha) ¿cuánto sale? entre $100 a 120, no ganan nada los aceiteros, por eso los olivos comenzaron a arrancarlos. Cuando estaba en su auge el olivo, el kilo de aceituna valía $120 y el kilo de pan valía $25, ¿cuántos kilos de pan compraba con el kilo de aceituna?, casi 5 kilos, hoy el kilo de pan vale $1.200 y el kilo de aceituna vale $600, en vez de avanzar, retrocedimos, nosotros siempre nos acordamos de eso«.

 

Julio Lira esposa     Continuamos hablando entonces de la herencia, de cómo terminó siendo la persona y agricultor que es hoy en día, comienza recordando que simplemente tocaba aprender – «sino le llegaba su coscorrón, tocaba melgar y si estaba muy chueco, también llegaba reto (desprende risas resignadas y concientes), pero primero nos enseñaban los trabajadores con más experiencia, así entonces íbamos aprendiendo las labores«.

 

     Aunque realmente nuestro gran amigo Julio no tenía muchas opciones ya que era el único hombre y tenía 5 hermanas, y mientras a ellas les tocó educarse, a él le tocaba trabajar. En esos años así eran las cosas, no había mucho que opinar o escoger, pero como él siempre recalca, él ha sido feliz así, y realmente eso se nota, en cada labor que realiza en su campo, en cada cultivo y cosecha que uno ve año tras año, hay una armonía y una dedicación que supera ampliamente el sentido del deber, hay cariño, hay identidad, hay una complicidad innegable entre él y su tierra.

 

     – «En ese tiempo ya de 7 años a los niños nos tocaba comenzar a trabajar, primero nos tenían pajareando«-  ¿Perdón don Julito, cómo me dice?- interrumpo un tanto confundido su disertación, ¿me podría explicar eso de pajareando?, «por supuesto«, prosigue con característica paciencia.

 

Julio Lira surcador     – «Pajarear consistía en andar espantando a los pájaros para que no se comieran las semillas«- ¿o sea de ahí viene el viejo dicho?, ¡guau!, aprendía cultura general otra vez…. le dije que cuando mis padres me decían a mí que andaba pajareando definitivamente no se referían a lo mismo – entonces él y su señora comienzan a reír en conjunto, continúa entonces sin parar la idea – «¡Mira allá están las loicas! Nos decían y ahí partíamos corriendo, no había que demorarse o llegaba reto, luego de este trabajo a los 9 yo ya estaba arando con bueyes«.

 

     Además de ser agricultor desde joven le tocó hacerse cargo de los animales de casa y de los familiares, recorría más de 130 kilómetros con más de 100 animales hasta La Higuera. El abuelo le enseñó desde pequeño el trabajo con animales, luego él a la distancia conocía a cada uno de ellos, los cerros según sus propias palabras, los aprendió a conocer piedra por piedra, y a pesar de lo sacrificado, guarda los más bellos recuerdos de sus viajes, sin duda alguna son vivencias que atesora agradecido, parte fundamental de su vida de esfuerzo y trabajo, de hecho aún recuerda hasta el nombre de la yegua coja en la que lo mandaban a los cerros cuando niño, se llamaba Peseta.

 

     – «Siempre fui bueno para el trabajo, los vecinos venían a pedirme prestado para arar, arreglar cercos y otras cosas, también me tocaba llevar la cebada en burros a Freirina, dos viajes al día. Era el goma de todos, y no me llegaba nada porque era entre familia, gratis, tocaba segar y allá íbamos. Pero yo siempre tenía una hectárea para mí, que la manejaba yo y ahí sembraba de todo, tomate, zapallos, maíz«. – Nos cuenta con absoluta alegría y orgullo cada etapa de su vida.

 

Julio Lira haba     – «En esos años sólo mi padre administraba y manejaba la plata, y a pesar de que era regalón de él, cada vez que se compraba algo, mi señora tenía que pedírselo a él. Mi padre murió de 103 años y hasta los 90 trabajó duro, se arremangaba, no le gustaba ponerse botas, él ya tenía las peras de pascua, la pera libra o tacho, la pera manzana y la pera chirimoya, la de agua, la cognac son peras muy antiguas, había muchas de esas antes, tenían guindas donde ahora está el maíz blanco, era de esa cereza dulce colorá, los pájaros le hacían chupete y mi padre le hacía guardia con su rifle a postón, tenía muy buena puntería hasta viejito y llegaba con sus cerezas, tenía su huerta, mi padre ya tenía el melón escrito, el maíz blanco, sembraba zanahoria de tres variedades, coliflor, haba, arveja, llegaba cada día con canastos de cosas de su huerta, no comprábamos verduras, él mantuvo hasta los 90 años un pedacito de terreno donde ponía de todo, una melga de cada cosa, mi papá hacía limpiar las lechugas a pie pelao’ pa’ no pisarlas y él también hacía lo mismo, pero luego comenzó a perderse por la enfermedad y la vejez«. – Entonces la señora Magy interrumpe para hablarnos de su suegra:

 

     – «Mi suegra era una mujer sumamente trabajadora, a las 5 de la mañana sacaba la leche, amasaba pan porque no había panaderías, hacía camas de lana, la lavaba, la escarmenaba, la hilaba, hacía cuadrados con tirillas e iba poniendo la lana, murió joven a los 50 años se llamaba Juana Elvira Montero» – En el brillo de sus ojos se deja ver su total admiración.

 

     De sus semillas don Julio nos cuenta que son una herencia de generaciones, que no las ha cambiado ni las cambiará porque está acostumbrado a ellas y porque tienen demasiadas ventajas.

 

Julio Lira maiz     – «Yo conozco mi semilla, sé cuanto se demora, sé que puedo sacarle semillas todos los años, el pájaro poco las ataca, por ejemplo si pongo de esos maíces dulces de ahora,  los pájaros me los pelan altiro hasta abajo, a los míos no les pasa nada, muñequea sale el grano y se pone duro altiro y ya los pájaros no lo comen. Los híbridos los he probado pero no me gustaron, una vez puse tomates de esos, saqué el primero y me salió bonito, luego el segundo se achicó y los terceros eran puras bolitas. Mi tomate lo tengo hace más de 70 años y mi papá los tenía también desde mucho antes, siempre comienzo a sacar tomates en diciembre, estas semillas están adaptadas al suelo de uno. Una vez compré 5.000 semillas de tomate de ese híbrido y me salieron 300 lucas y para recuperarla cuesta mucho, por eso yo tengo mi semilla y no gasto casi nada en producirla y casi no tengo polilla«.

 

     Don Julito sin duda es de esos personajes en extinción, amigo de sus amigos, de esos que dice las cosas de frente y siempre con respeto, de esos que no piden ayuda, de esos a la antigua, de esos que se alegran más de dar una semilla que de recibirla, de esos que cuando da, no pesa ni mide, sencillamente da, tratamos de comprender esa voluntad tan desinteresada y noble.

 

     – «Me gusta que la gente tenga semillas, no vender sino regalar, vinieron profesionales una vez y querían comprarme semilla de todo, y yo les dije ¿para qué?, y no me respondieron, yo les dije prefiero quemar mi semilla a que me la patenten,  yo le convido a la gente, si quiere llevar le doy,  si llegase a morir quiero que regalen mi semilla, en Canto del agua han hecho plantas de mi tomate, es como una herencia, mientras esté vivo las voy a mantener, si quieren semillas en cualquier momento me dicen. La gente pasa fuera de la casa y ven los maíces y yo les elijo las mazorcas más bonitas, me preguntan ¿cuánto vale?, no llévela no más les digo«.

 

     – «Nosotros somos muy amigos, nos tenemos confianza» – me dice con la mirada fija – «una vez un amigo me pidió semillas, como me atrasé en la siembra, le pasé muchas, pasaron los meses y no teníamos choclos, le dije a mi esposa que fuera donde él a buscar, que llevara plata por si acaso, me va a creer que le vendieron los choclos?, al año siguiente mandó a su hijo a pedirme más semillas le dije que no tenía, me molestó mucho eso, la idea es compartir, es apoyarse, yo nunca niego mi semilla ni mis productos, a nadie, la gente es muy mal agradecida, así no somos los de campo, así que nunca más«. – Parece indignado justamente al contarlo.

 

Julio Lira durazno     Todo lo que nos cuenta Don Julito es absolutamente cierto, le hemos visitado con decenas de personas, y siempre convida de todo lo que tiene, no unos cuantos tomates, ni un kilo, sino un cajón, hay que detenerlo para que no siga convidando, con sus amigos es totalmente desprendido, cuando hay habas son bolsas de vainas frescas, si están secas, entonces tendrás que llevar semillas de su haba blanca insuperable, y así enumerar sus obsequios se hace difícil, aceitunas zajadas, duraznos de todo tipos, plantas de duraznos, zapallos italianos o del tronco, higos, y así como da recibe. Ha sido reconocido por distintas agrupaciones e instituciones por su gran labor agrícola, por su aporte al resguardo de la biodiversidad y por sus productos inconfundibles. Ama tanto el campo, que el único día que se da para descansar un poco es el domingo, y su forma de entretenerse es mirando un canal rural argentino, el 726, donde observa con asombro las nuevas tecnologías aplicadas en campos de producción intensiva.

 

     Sus productos agrícolas los ha entregado ininterrumpida y tradicionalmente al local de don Carlos en Huasco, quién le compra todo lo que produce sin siquiera revisarlo, y todos los que compran ahí piden el sabor y la calidad de sus productos, es así que nunca le ha fallado la venta.

 

     Su mensaje a todos aquellos que han recibido su semilla a lo largo del país es que la cuiden y que se siente orgulloso de saber que su semilla ha llegado a tantos lados y que su pena mayor sería que estas desaparecieran, y antes de despedirnos termina con el siguiente aviso, lleno de ese conocimiento tradicional que cada vez se apaga más:

 

     – «Cuando vengan por las estacas de la higuera, deben venir en la mañana, porque en la tarde la sabia baja, ud. sabe eso» – mmm… la verdad no lo recuerdo mucho – respondo disimulado como desentendiéndome – «yo se lo he enseñado» – me repara cual profesor – «la sabia baja y casi todos los injertos se secan si se les saca en ese momento, igual los injertos deben ser antes de la 1 de la tarde, si se hace después saldrán chicos y sin fuerza, después de las 8 de la noche vuelve a subir y si no tira sabia ¿cómo va a prender el injerto?» – Excelente pregunta le respondo entre risas.

 

     Finalmente antes de retirarnos nos da unos sobres con semillas: «si yo las pierdo, ustedes las tienen» – nos dice con su risa de hombre sabio, acaba precisamente de enseñarnos la lógica de los antiguos agricultores, en que compartir la semilla era parte de la estrategia de supervivencia, tanto de las semillas como de nuestra especie.

 

     Definitivamente la historia demuestra que hay cosas que no enseña la educación formal, los principios, la honradez, la rectitud, el respeto y el sentido común, eso lo enseñan los padres, las vivencias, la vida misma, lo cierto es que depende de cada uno el aprenderlo o no, y definitivamente la agricultura tradicional tiene mucho que enseñarnos al respecto.

 

     Don Julio Lira vive actualmente con su esposa la sra Maggy Stembecker y tienen dos hijos: Luis y Juana Lira.

 

     Datos de interés: don Julio Lira es un experimentado podador e injertador ya que maneja con pericia las técnicas tradicionales para conseguir que estas labores sean todo un éxito. Maneja además la técnica del zajado de aceitunas consiguiendo de forma natural una calidad incomparable. Finalmente mantiene la tradición de marcar sus zapallos antes que maduren para evitar robos, pero además como sello de calidad y origen.

 

 

Relator: Esteban Órdenes

Equipo Biodiversidad Alimentaria

 

 

Julio Lira zapallo    Julio Lira maiz    Julio Lira durazno   Julio Lira maiz

 

 

CARLOS CASTILLO ROJAS

22 junio, 2018

«EL SABIO SIN TIERRA»

 

     Es un día cualquiera en la ciudad de Vallenar, Región de Atacama, cielo despejado, temperatura agradable, emprendemos rumbo a nuestro destino. Recorremos unos pocos kilómetros hasta la cercana localidad de Hacienda Compañía, llamada así por haber sido precisamente eso hace algunas décadas, llena de vida, de producción diversa, frutales, hortalizas, cultivos, destacando sin duda el tomate, muy apetecido por los grandes mercados del país, y para terminar el paisaje, muchas praderas para el ganado bovino del sector, sumado a trenes que iban y venían hacia el puerto de Huasco, del cual en esos años se enviaban los inconfundibles primores del valle del mismo nombre a diversas partes de Chile y el mundo.

 

Carlos Castillo arando

     Hoy el panorama es distinto, ya no hay producción de frutales, de hecho muchas de las variedades que antiguamente eran características de la zona hoy no existen o están reducidas a un puñado de ejemplares repartidos de forma azarosa entre algunos jardines de sus habitantes, y el número de variedades y especies en general se ha disminuido de manera drástica. Hoy los monocultivos híbridos sin duda alguna son la norma en este sector rural. La maquinaria mecánica reemplazó a la aradura animal, los fertilizantes inorgánicos terminaron con la supremacía del guano y la industria química dejo sus imborrables huellas.

 

     Es en este contexto, en el que se hace imposible pensar en un espacio físico que pueda albergar más de 100 variedades tradicionales de hortalizas y cultivos en medio de este convencional sector agrícola, pero la vida nos sorprende y ahí está él, un hombre alto, erguido con cara añosa y manos tatuadas por el tiempo y el trabajo duro. A la distancia se le escucha gritarle a «la rubia«, su yegua, su regalona y su trabajadora estrella: «¡¡oooh ooooh, dale dale!!«, pero parece que «la rubia« ha optado por detenerse y pensar bien su próximo paso. En eso, se nos acerca y nos recibe con una gran sonrisa, como si nos conociera de tiempo, y claro, nos conoce hace ya 10 años y nosotros a él, pero esto hace que la historia sea más real y cercana, entonces nos recibe como cada vez que vamos, con una buen apretón de manos y con su clásico gesto de felicidad de siempre tener algo nuevo que contarnos y enseñarnos.

 

     Cuando en lo personal, me tocó hace años ser el “asesor” de don Carlitos (para los amigos), me tocaba hacerle talleres de distintos temas técnicos y a pesar de que en términos teóricos era yo quien tenía que enseñarle y capacitarlo, la vida se encargó de girar sus fichas y el asesor terminó asesorado. Fue uno de los primeros en hacerme reflexionar y comprender en términos empíricos aquel viejo dicho de “la práctica hace al maestro”, hice un análisis de mi vida y me dije: bueno, cuando yo estaba en la enseñanza media, don Carlitos estaba sembrando, cuando entré al Instituto, don Carlitos estaba sembrando, luego, varios años más en la universidad, ¿don Carlitos? sembrando, luego algunos años de trabajo por ahí, y él, seguía sembrando, produciendo, regando, seleccionando semillas, solucionando sus problemas agrícolas, enviando productos a la zona central de primera calidad, parecía quedar claro quién era el maestro en esta historia. La verdad, algo parecía no cuadrar en la forma de relacionarse profesionales y campesinos, en la que muchos profesionales creen que el campesino no sabe nada y muchos agricultores creen que el profesional lo sabe todo, la verdad, ninguna de las dos hipótesis es cierta.

 

Carlos Castillo bicicleta     Le decimos entonces a don Carlitos: ¿Qué le parece si nos cuenta de ud.?, -«¿Qué quieren saber?«- responde curioso- ¡Todo!!, decimos de vuelta, ¿qué lo ha traído hasta aquí?, ¿qué lo hace tener que arrendar tierras para mantener sus cultivos y rescatar a la vez tantas semillas del olvido y traérnoslas de vuelta? – «¡vamos entonces a la casa!» – contesta ahora entusiasmado – Entonces toma su cleta (bicicleta), y le seguimos. Al lado de la cancha del sector, en un pequeño espacio de aproximadamente unos 1.500 m², está su sencilla casita, un invernaderito para producir plantines y un vivero donde ha propagado miles de frutales tradicionales que se extinguían para compartir con las comunidades de la Región….. en ese pequeño terruño, que ni siquiera es de su propiedad, ¡créanlo, este mágico e imprescindible ser humano que rescata año a año cientos de semillas para todos, no tiene terreno propio para sembrar!! Aún así, en ese terreno que ya le están pidiendo devolver y en el que ha vivido por décadas, ha rescatado diversas variedades tradicionales de vid, damasco, durazno, peral, higuera, olivo, membrillo y cidro, hemos tenido la dicha de comer fruta dulce en terreno impropio, disfrutar el sabor de vides antiguas, esas de pepa grande y tan dulces que llegan a hastiar, damasco imperial y cinzano de sabores insuperables…. En fin, conozcan a un hombre al cual todos le debemos de alguna manera, por su trabajo, su insistencia y esa curiosidad ancestral de descubrir, de crear y de trascender.

 

     Carlos Castillo Rojas nació el año 1952 en Paihuano IV Región, su padre fue Erasmo Castillo, quién vivió hasta los 91 años y del cual es una copia fiel, y su madre doña Bertina Rojas, vivió hasta los 85 años, siendo una mujer muy trabajadora y según él, muy fértil, seguro debe ser porque fue madre de 13 hombres y 3 mujeres que tuvo con pausas de uno a dos años, todos nacieron entre el año 36 al 64, y don Carlitos fue el décimo de ellos.

 

     Según recuerda con nostalgia, su padre se levantaba cada día a las 4 de la madrugada y partía con sus burros a la cordillera a buscar nieve, ¡¿dijo nieve?!, ¿su padre vendía nieve?.

 

     – «¡Si!, mi padre iba con sus animales muy temprano a la cordillera a buscar nieve, la prensaba en unos sacos especiales y la traía al pueblo como un cubo de hielo y se la vendía a los heladeros del sector, pero ellos no la usaban para hacer el helado sino para cortar el helado, mi viejo además era leñero, pastor de ganado y agricultor, todo lo hacía para alimentarnos ya que éramos muchos, a nosotros nos criaron a pata pelá, a los 15 años recién tuve unos zapatos«.

 

Carlos Castillo aji

     Don Carlitos comenzó a laborar a los 11 años, sólo tuvo 6 meses de colegio, porque aunque no fue de los hermanos mayores siempre le tocó trabajar por sus hermanos, quienes llegaron en su mayoría a sexto año. Aún así, aprendió a leer rápidamente sólo mirando y más rápido aún aprendió matemáticas, las que hoy domina con pericia, a tal punto de que suele tener cargos de tesorería por su destacado orden y honradez, a toda prueba, todos quienes le conocen destacan que es muy correcto, y sí, históricamente lo ha sido.

 

     Al valle del Huasco llegó el año 60 en pleno apogeo del tomate, que se iniciaba el 64. Uno de sus hermanos se convirtió en mediero (50% para el que trabaja y 50% para el dueño del terreno) en una hacienda llamada La Higuera, en el sector de La Laja, inundado actualmente bajo el embalse Santa Juana, y el resto de hermanos trabajaron para él, produciendo dos variedades tradicionales de renombre: el ají cristal y el tomate limachino, eso hasta el año 74. Como muchos jóvenes criados en el campo, tuvo que aprender la labor agrícola a la fuerza, era trabajar y comer o quedarse en la necesidad.

 

     – «Nadie se paraba a enseñarte, te tocaba y tenías simplemente que cumplir, eso se convirtió en un mal recuerdo para todos, por eso hoy ninguno de mis hermanos trabaja en la tierra, todos se apatronaron, pero a mí no me duraban mucho los trabajos, no me gusta que me manden, bueno, ud. ya me conoce» – Sonríe con confianza y una libertad tan expresiva.

 

     El año 74 luego del golpe militar, se quita el fundo que trabajaban, quedando sin nada, entonces decide irse a Santiago, pero esa vorágine que no logró comprender, no le permitió aguantar más de un año, fue así que volvió esta vez a Vallenar y se hizo panadero. En un principio, no sabía nada de pan, así que comenzó como canastero, ¿me explica eso de canastero?.

 

     – «Claro!, era el que sacaba el pan del horno y lo ponía en las canastas para su venta, es sólo sacar y echar, todo el día, la mayoría se quedaba en su puesto, pero yo a los 3 años terminé siendo maestro de batea, o sea el que hace el pan, a mí siempre me ha gustado aprender, por eso fui ascendiendo, pero poco me duró la pega nuevamente, no me gusta la prepotencia de los jefes y mi genio no es de esos que aguantan mucho, por eso duro poco apatronao, pero aquí fue cuando conocí a la Edy, (su esposa y compañera), ella trabajaba cerca de la panadería, luego cuando yo tenía 26 y ella 23 nos casamos y nos fuimos a La Pampa«.

 

Carlos Castillo cebolla     En La Pampa, que es una localidad ubicada al interior del valle, en la parte de «Los naturales» o conocido también como El valle de El Tránsito, vivió por 3 años. También trabajó más arriba aún, en la histórica quebrada de La Plata, sembrando trigo candeal fen, poroto burro y clavel además de su regalón ají cristal. Luego de varias vueltas volvió a la hacienda La Higuera y trabajó por porcentaje, 30% para el dueño del terreno y 70% para el resto, estuvo ahí hasta el año 85 en que se vino a vivir a Hacienda Compañía. Allí trabajó solo 7 meses apatronado limpiando arvejas, cosechando porotos, en ese entonces vivió en el centro de madres de aquella época, hasta llegar al espacio en el que está ahora el año 90.

 

     – «En la Compañía en esos años ya se producía casi pura arveja, el valle siempre ha sido de apogeos y monocultivos, aunque algunos criaban vacuno, también se ponía mucho ají al aire libre, hoy sólo yo produzco ají en este sector.«

 

     Aún cuando don Carlitos trabajó apatronado, durante todos esos años dejaba un sector para producir su propio alimento.

 

     – «Siempre he sembrado de todo para comer, cebolla, maíz, cilantro, ajo, melón, sandía, tomate, poroto, papa, lechuga, lo que queda se vende, eso me lo enseñó mi padre que hasta casi los 90 años sembró su propio alimento en un terreno en Vallenar. Producía de todo igual que yo, como siempre le digo, nunca se deben poner todos los huevos en la misma canasta, además no hay verduras más ricas que las que uno produce, uno sabe lo que tiene, lo que compras es muy distinto a lo que produces, cambian los sabores, las texturas, el tomate que compras no sale de buen sabor, el poroto verde uno lo come altiro, el otro se come luego de un viaje y está deshidratado. Siempre me ha gustado tener muchas variedades, me gusta tener cosas novedosas, no que me digan cómo son, me gusta comprobarlo, me gusta buscar variedades antiguas, nuevas y mantener también las mías, es muy importante hacerlo para mi, ya que se están perdiendo todos los genes de las variedades antiguas, creo que mucha más gente debiese estar en este trabajo de recuperar semillas y variedades antiguas, pero pocas están conscientes de esto y prefieren sólo el boom comercial, diciendo que no producen variedades antiguas porque nadie les comprará. Yo mis variedades antiguas las produzco para comer sano yo y mi familia, eso es lo primero, hablan tanto de los híbridos, yo los conozco muy bien, desde que llegaron al valle en los 80, nos regalaban la semilla en ese entonces, hoy valen un ojo de la cara, así la gente fue perdiendo sus semillas. Es cierto que pueden tener mejor firmeza, pero mejor rendimiento o sabor no, es un mito eso de los rendimientos, las semillas antiguas son más rendidoras y son más resistentes y mientras yo viva, no las quiero perder» – dice don Carlitos casi emocionado, con un brillo en los ojos tan creíble que convence a cualquiera.

 

Carlos Castillo Edy Campillay     Y continúa…. – «yo le pregunto a la gente ¿usted sólo come tomate y lechuga?, no, entonces como campesino no saca nada con producir sólo eso y tener que comprar todo el resto, con eso no le alcanza ni para una cazuela, así salimos perdiendo, eso no me cuadra, es cierto que hubieron buenos tiempos cuando el cajón de tomate se vendía a $12.000, hoy se vende a $4.000, pero resulta que además todo el resto de cosas ha subido de precio así es que es un pésimo negocio, la gente que ganó plata, se quedó con ese recuerdo, yo he perdido mucho, todos sembramos lo mismo y en la misma fecha, nosotros no ganamos con eso, los que ganan son los intermediarios y las empresas de semillas y químicos«.

 

     Definitivamente hablar con este sabio agricultor, que nos ha enseñado tanto, con una seguridad y una humildad destacable, es un regalo de la vida, ver en cada uno de los rincones que produce, biodiversidad, variabilidad, novedad, que comparte sin tapujos con cualquier curioso interesado, es definitivamente un milagro en estos tiempos de monocultivo, de variedades modernas, de tecnologías costosas. Don Carlitos es sin dudas un profesor, un amigo, un agricultor especializado y además un inventor incansable, el inventa sus propias herramientas, prueba sus propios métodos y técnicas, visitarle es sin dudas una experiencia de aprendizaje, en el que definitivamente queda claro quién es el maestro y quién es el aprendiz, aún así, él sabe que siempre es bueno aprender algo nuevo.

 

     Maestro, para terminar ¿podría cerrar con un consejo?- Sonríe tímido y agradecido-

 

     – «Traten de buscar lo que había antiguamente, aprendan a producir para comer ustedes mismos con semillas que no contengan genes de otras cosas, recuperen el conocimiento de sacar semillas, eso no debe perderse«.

 

     Don Carlitos está casado felizmente con Edy campillay, y tiene dos hijas y 3 nietos.

 

     Es imposible no terminar esta valiosa conversación con ese gusto amargo de pensar que un hombre que aporta tanto para nuestra biodiversidad, alimentación y conocimiento tradicional no tenga un terreno propio para trabajar, de sólo imaginar cuantas especies más podría rescatar si tuviese su propia tierra, cuántos campos botados, y aquí…. dos manos inquietas sólo esperando otra nueva temporada para reverdecer cada espacio con la vida misma.

 

 

Relator: Esteban Órdenes

Equipo Biodiversidad Alimentaria

 

 

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BIODIVERSIDAD ALIMENTARIA